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Esta semana ya sabrán todos ustedes que ha llegado una vez más a nuestro país el festival Rock en Río. Dado el machaque mediático, si alguien ignora tal suceso sólo puede deberse a que vive en el planeta Venus, está en coma o es un monje trapense. Quienes hemos dedicado toda nuestra vida a esa noble música popular (debiéndole todo lo que somos) no podemos evitar recibir Rock en Río con una ambivalencia agridulce. Nos gusta, por supuesto, que el rock sea popular y reconocido, pero no podemos evitar observar que Rock en Río guarda tanta relación con el rock como la Coca-Cola puede guardar con la cocaína. Es decir, consiste en un sucedáneo inofensivo para todos los públicos de algo que, en origen, tenía mucho peligro. Yo, aunque me vean aquí hecho todo un petimetre, sigo teniendo en el armario mis viejos Levis 501, quienes, si pudieran hablar, pedirían a gritos (aparte de una buena sesión de lavadora y un centrifugado para descansar en paz) que no se use la palabra rock para una música discotequera y comercial como la de Shakira. Y eso no pretende negar ningún tipo de genialidad a cantantes de este tipo. Díganme si no es verdaderamente propio de un genio la capacidad de subyugar a un público de treinta mil amantes del arte (más o menos hortera) con una sola contracción de abdominales. Para vender, además, tantos ejemplares de esa música machacona, adocenada, sin contenidos ni sutileza lírica, hace falta desde luego ser en verdad un genio, aunque sea del crimen. Tienen toda mi admiración, por tanto, los promotores de estos eventos para toda la familia. Pero ¿no podrían llamarlo mejor Festival de Río o algo así? Si el rock es apto para infantes, deja de ser rock, no lo olvidemos nunca.