España
La resurrección de un cadáver por Francisco CABRILLO
En el año 1977 se introdujo, por primera vez en España un impuesto sobre el patrimonio de las personas físicas. Tras diversos cambios en su contenido y su cesión a las comunidades autónomas, en el año 2008, el mismo Gobierno que hoy lo saca de la tumba optó por establecer una deducción del 100%, equivalente a su supresión de hecho. ¡A esto se llama coherencia en la política económica!
Desde la teoría de la hacienda pública se plantean serias objeciones al hecho de gravar la mera propiedad de activos, aunque tales bienes no reporten rendimiento alguno. En la práctica, este tributo complica aún más el problema de la doble imposición que soportan el capital y sus rendimientos, dado que la riqueza fue gravada ya en el momento de obtener la renta que, al no ser gastada, pasó a convertirse en capital. Es evidente, además, la estrecha relación que existe entre el impuesto sobre el patrimonio, por un lado, y el impuesto sobre sucesiones y donaciones, por otro. En realidad, un impuesto de sucesiones no es sino un impuesto sobre la riqueza de una persona que se recauda una vez en cada generación. Por ello la coexistencia de ambos tributos significa pagar un impuesto sobre la riqueza personal cada año (sobre el patrimonio) y, además, un impuesto sobre la misma riqueza cada vez que ésta se transmite de una generación a otra. Por tanto, muchos de los argumentos utilizados en numerosos países para la abolición del impuesto sobre sucesiones (falta de equidad debida a la diversa composición de los bienes dejados en herencia o incentivos negativos al ahorro en las familias y a la formación de capital) son perfectamente aplicables al impuesto sobre el patrimonio.
No es sorprendente, por tanto, que la mayoría de los países que incluían en su imposición directa la tributación de los patrimonios la hayan ido abandonando poco a poco hasta convertir este impuesto en una rareza fiscal muy poco relevante en el derecho tributario comparado.
Además de su escasa capacidad recaudatoria, este tributo presenta en España serios problemas, tanto en lo que se refiere a su eficiencia como a su equidad. No es eficiente para un país un impuesto que crea incentivos a situar capitales en el exterior o a constituir sociedades para evitar una presión fiscal excesiva. Y no es equitativo porque, además de gravar bienes cuya adquisición ha tributado ya previamente, no consigue esa redistribución de la riqueza que es uno de sus presuntos objetivos. En efecto, a diferencia de lo que a primera vista podría pensarse, no es éste un tributo que pagan solamente «los ricos», que tienen instrumentos perfectamente legales para evitarlo. Y, ni siquiera quienes lo pagan son tratados de forma igualitaria, ya que, dada su deficiente estructura, bienes del mismo valor en el mercado tributan por cuantías diferentes en este impuesto en función de la fecha de adquisición y el valor que fue declarado en su momento.
Parece, por tanto, que la decisión del Gobierno tiene, muy poco sentido económico y mucho de propaganda y búsqueda de imagen ante los votantes de la izquierda que rechazan tanto las medidas de ajuste que necesita la economía española como la introducción en la Constitución de normas que limiten los déficit presupuestarios de las administraciones públicas. De poco va a servir, en cambio, para reducir el déficit público, para tranquilizar a los gobiernos de Alemania o Francia o para inspirar confianza a los mercados.
Afortunadamente quedan sólo tres meses para las elecciones generales. Y es de esperar que si, como parece, el Partido Popular forma gobierno en noviembre, el impuesto sobre el patrimonio vuelva al ataúd del que nunca debió salir.
Francisco Cabrillo
Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense
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