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La Española: vestigios de un imperio
Aventura, historia y diversión. República Dominicana es una oportunidad para los amantes de deportes como el surf y para aquellos que persiguen las primeras huellas del dominio español en América, en pleno Caribe
España forma parte de la historia de República Dominicana y la isla caribeña tiene mucho que decir en el devenir del gran imperio español que se fraguó con la llegada de Cristobal Colón a La Vieja Isabela, al norte de la isla, y donde hoy apenas quedan vestigios. La leyenda de esta zona queda oculta tras la belleza de playas doradas, de aguas cálidas como las que rodean Punta Rucia y abarcan toda la Bahía de Luperón. Las langostas, los tostones (plátano frito) y el pescado fresco, como la cotorra a la brasa, aderezados con la música de un guitarrista espontáneo animan un almuerzo temprano en la playa de La Ensenada, uno de los puntos de reunión más habituales durante los fines de semana. Y, también, una gozada para los turistas que buscan el contacto directo con la naturaleza y huyen de las grandes aglomeraciones. Porque el dominicano, cuando se decide por un día de sol y playa –no son muchos–, necesita el día completo para exprimir la alegría con la que viven. La Presidente nunca falta en estas reuniones. Es la cerveza «made in Dominicana» que más se consume en la isla, y no sólo por los nativos, incluso los foráneos optan por la bebida, que «siempre se sirve muy fría», como se jactan los dueños de los colmados.
Cerveza no era exactamente lo que bebía la tripulación de las tres carabelas españolas que Colón guió hasta Haití en un primer desembarco y, en una segunda expedición, a República Dominicana. De la fortaleza que construyeron sólo quedan los cimientos de lo que se deduce que fueron sus paredes. Pero, pocos dirían, si no fuera por el pequeño museo que se creó en su honor, que en «La Española» (nombre original de República Dominicana) comenzó la conquista del «Nuevo Mundo». Allí se pronunció la primera misa tras la conquista: fue el 6 de enero de 1493. Pero los extranjeros que se acercan no lo hacen en busca de historia, quieren diversión. Desde el pequeño embarcadero en el que desemboca el museo, salen diariamente barcos con turistas hacia Cayo Arena, un pequeño islote en medio del mar Caribe. Es una visita obligada para los que se decanten por el norte de la isla.
De regreso a tierra firme, después de practicar «snorkel», impresiona la inmensidad de los manglares que rodean las montañas del parque natural de Montecristi. Una lancha motora recorre cada recodo y se adentran en interminables túneles vegetales donde la luminosidad del sol se disipa. Los aficionados al deporte toman rumbo al sur. Madrugan. Hay que ver el espectáculo que protagonizan los surferos en la playa El Encuentro, cerca de la nocturna Cabarete. Allí las velas de los «sky surfers» se confunden con el cielo. De nuevo hacia la capital, Santo Domingo, la ciudad de Puerto Plata muestra su grandeza, la que vivieron las hermanas Mirabal cuando residieron allí antes de que el Gobierno de Trujillo detuviera a sus esposos. Su arquitectura colonial refleja la grandeza que tuvo de la villa. En la plaza, un cenáculo de madera, a cielo abierto, es el punto de reunión de los puertoplatenses. «Aquí se encuentran las mujeres más bellas de toda República Dominicana», exagera Carlos. Lleva años mostrando la isla a los viajeros. Como explica, son pocos los empresarios que apuestan por mantener el encanto de la ciudad, pero destaca un hotel muy especial: el Casa Colonial, con un bello entramado de piedra y madera con detalles propios del indigenismo que no desentona con su lujo.
En ruta por los encantos menos conocidos del centro dominicano, asoman los contrastes en la biodiversidad de la zona: a pocos kilómetros de la costa se alzan grandes montañas, en la zona de Constanza, donde se fabrica el mejor café de la isla. Entre las montañas de Lomaza y la Cordillera Septentrional se extiende el valle del Ciabo, una de las zonas más fértiles. Aquí comienza la ruta del Cacao, en el municipio de Tenares.
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