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Normas con humo por José Luis Alvite

La Razón
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Cada vez que indaga en mi pasado para encontrarle alguna explicación a mi conducta errática e inestable de tantos años, mi madre me recuerda que lloraba si alguien mecía mi cuna y dormía tranquilo si era yo quien me arrullaba removiéndome rítmicamente en posición fetal. Muchos años después de aquello, tuve serios problemas con la Armada porque era incapaz de someterme a las rígidas estrecheces de su disciplina y por culpa de mi desidia en los desfiles hacía que perdiesen el paso los marineros de mi compañía. Cada vez que un joven colega me pide consejo sobre cómo enfrentarse al oficio, sólo le digo que será mejor periodista tan pronto haya olvidado las normas académicas con las que espera triunfar. Sólo conozco un método para contar las cosas de una manera fascinante: escribiéndolas de manera que la verdad parezca mentira. Y para eso hay que ignorar la ortodoxia y saltarse unas cuantas normas, tantas, por lo menos, como las señales de tráfico que infringe el fugitivo para evadir con éxito el acoso de la Policía. Mientras hablábamos sobre su oficio, me dijo de madrugada una fulana en su burdel: «Mis clientes son felices conmigo porque la única norma es que vomiten con la boca cerrada. ¿Sabes?, no son felices con sus parejas porque se imponen demasiados modales. ¡Joder, amigo!, un beso no es un sorbo de té. Y yo sé que una mujer también disfruta más cuando al acostarse con su marido tiene cierta sensación de cometer adulterio». ¡Las malditas normas! Tal vez las aborrezco porque comprometen la conciencia. Pero, ¡que demonios!, infringir las normas sirve para que en su vida sexual un hombre soporte en su conciencia las mismas manchas que está dispuesto a admitir en la tapicería del coche.