Valencia
Fernando Miguelsanz y Ana Alarcón ganadores de «Pasaporte a la creatividad»
El curioso premio de una marca de magdalenas y la aventura de trasladarse a la Prehistoria son las narraciones vencedoras de la sexta edición del concurso de relatos de viajes del suplemento VD
«El Marqués de los horteras»
Fernando Miguelsanz l Ontígola (Toledo)
Alguien podría decir que aquel no era mi año. Tenía una vida envidiable. Figuraba como el ejecutivo estrella de una gran compañía. Me casé con la hija del gran jefe y contaba con un círculo social de lo más selecto. Grandes viajes y fiestas de etiqueta me permitían vivir fuera de la realidad, que más pronto de lo que esperaba se me presentaría.
Un gran fiasco en la operación del año en nuestra empresa fue el comienzo del desastre. Tras aquello, serle infiel a mi mujer no ayudó a mejorar la relación con mi jefe, que se encargó de quitarme hasta el último de los privilegios a los que acostumbraba, incluida la vivienda que compartíamos en La Moraleja. Mi círculo de amistades dejó de invitarme a sus fiestas y cogerme el teléfono suponía bajar un escalón. Me encerré en mi nuevo piso de alquiler a flagelarme por mi desdicha.
Una mañana desayunando, consumiendo magdalenas de mi mejor cliente, al abrir el envoltorio me encontré con el premio que yo inventé y que me dejó en esta situación. La fabulosa idea consistía en encontrar la cara de «naranjito» dibujada en la magdalena y si España ganaba el Mundial de fútbol, disfrutarías de un crucero por el Mediterráneo con todos los gastos pagados. En una maniobra increíble de marketing, para ganar la confianza del cliente, llenamos de caritas todas las bolsas. Las ventas de magdalenas de mi cliente se dispararon y mi gran selección ganó el Mundial, con lo que teníamos premiados para llenar tres «Queen Mary». El hecho de ser uno de los premiados, me provocó un ataque de risa, que acabó en lágrimas. Pero me dije ¡Qué demonios! Siendo sincero, no tenía muchos planes. Incluso me arreglé ilusionado, tras varias semanas alejado del agua, me puse unos pantalones color crema, polo azul, pañuelo al cuello y calzado con unos náuticos. Al llegar al puerto de Valencia, centenares de personas se agolpaban para embarcar. Aquello me asustó, pero me sentía bien, y valiente me dispuse en la cola. Después de horas de espera, rodeado de aquellas personas, vestidas con camisas rococó, bañador a juego y sandalias con calcetines, conseguimos zarpar rumbo al infierno.
Durante días estudié el comportamiento de mis acompañantes. Solían hablar gritando, reírse efusivamente por cualquier motivo, disfrutaban a dos carrillos de aquel menú de cuartel. Por las noches, en las fiestas, saltaban y bailaban como posesos, se abrazaban y tocaban continuamente. Masticaban cada segundo de sus vacaciones. Una noche, me invitaron a disfrutar de su compañía. Al principio, la verdad es que estaba muy asustado, pero a medida que pasaba el tiempo, mi sonrisa y tono de voz aumentaban sin motivo, empecé a bailar, estaba enajenado, pero... muy feliz. Me enganché con mis nuevos colegas a una conga interminable, sin miedo al qué dirán. Los siguientes días fueron los mejores de mi vida. De aquel viaje me llevé amigos, un nuevo amor y la sonrisa eterna pintada en la cara. Aprendí a vivir, me convertí en el «Marqués de los horteras».
«Desde la cabaña»
Ana Alarcón l Pozuelo de Alarcón (Madrid)
Agachado en el centro de la cabaña en penumbra, con una lasca y un pedernal, intentaba hacer fuego prendiendo un nido de esparto que tenía entre las manos. Antes había arrojado una flecha sobre un jabalí y le había acertado. Veinte pares de ojos estaban clavados en él, todos en silencio, esperando el milagro de la llama de fuego.
Desnudo, peludo y trabado, en cuclillas, ese ser va a realizar el milagro de la creación del fuego.
Yo me transportaba a los tiempos de nuestros antecesores, todos agrupados en la cabaña, tal y como estamos ahora nosotros. Aquel ser seguramente no tenía nombre propio, pero sus manos toscas y fuertes eran capaces de encender la llama de la luz.
Nuestro hombre no va desnudo, no es peludo y sus manos son finas. Es Juan. Juan se afana y todos, casi sin respirar, esperamos el milagro. Utiliza la misma técnica. Y con destreza, después de unos minutos, sale humo y un ¡oh! profundo de tranquilidad se oye al unísono. Probablemente un sonido parecido al que emitieron hace miles de años.
Lo ha conseguido, nuestros problemas se minimizan; tendremos luz, calor, cocinaremos los trozos de carne, destruiremos los residuos y ahuyentaremos a las bestias, eso debieron pensar nuestros padres de origen remoto. Por eso nos hipnotiza y fascina el fuego, lo llevamos en nuestros genes.
Hoy es Juan quien lo ha conseguido. Juan es guía del parque temático de Atapuerca, en la provincia de Burgos, donde se escenifica la vida de nuestros ancestros.
Ahora, a mi me produce una sensación extraña de logro y curiosidad. Me entran unas ganas enormes de hacer el fuego yo misma; es una necesidad de conectar con lo más primario y ancestral de mi ser. Tengo que hacer fuego.
Después, en las excavaciones, me acerco a la pared horadada y toco con respeto. Esas piedras de las excavaciones me parecen casi mágicas. Las han tocado aquellos homínidos u hombres de los que parte nuestra evolución. Donde yo pongo la yema de mi dedo, la pusieron ellos, es como el túnel del tiempo hecho realidad.
Solo en dos días me he transportado miles de años hacia nuestro origen. Nuestra tecnología nos explica y muestra muchos misterios de nuestra historia y nos responde a algunas preguntas. Otras siguen siendo material de incertidumbre.
Y así transcurre nuestra vida, a veces somos capaces de respondernos, pero otras solamente de inquietarnos.
Atapuerca me ha cautivado y me ha dejado en la boca el regusto de lo arcaico y un olor a antigüedad.
Me voy, que voy a hacer fuego…
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