Historia
Ideología con piel (II)
Al tener acceso global a la información que facilita Internet, el ser humano puede clasificar sus tendencias morales a tenor de cuáles sean los rasgos de sus emociones. O sus enfermedades, según sean sus síntomas. El conocimiento nos permite eliminar algunas sombras molestas, pero también es cierto que destruye muchas de nuestras incertidumbres más queridas. Cuando yo era un muchacho, la gente se moría de enfermedades que estaban sin diagnosticar, así que hasta que llegaba el momento del óbito, permanecía ignorante de cuál iba a ser tu trágico destino. Algo parecido, pero sin dramatismo, me ocurrió a mí con mis inclinaciones ideológicas, sobre todo con el anarquismo, algo que en el franquismo no consideraba un pensamiento, una desidia intelectual o una manifestación de la pereza, sino un arma de fuego. Para la propaganda oficial del sistema, los anarquistas eran unos señores menesterosos y destructivos que rumiaban todo el santo día la oscura trama pensada para socavar de manera violenta los cimientos de la sociedad. Sin saberlo, yo había incubado en mi mente los principios y la conducta primaria de un anarquista pero ignoraba que lo fuese, entre otras razones porque era algo en lo que más valía no pensar. Corrías el riesgo de que alguien te afease tus ideas recurriendo al tópico instrumental de que los anarquistas eran unos señores zafios y despeinados que lo que odiaban sobre todas las cosas era el jabón de tocador. En esas condiciones no era fácil ser anarquista, una especie ideológica perseguida con la misma saña desde la derecha y desde la izquierda por considerarse que más que al pensamiento, su doctrina pertenecía al repugnante capítulo de las enfermedades infeccionas. Además, el anarquismo no tenía posología, es decir, no se manifestaba en dosis y en frecuencias, saldándose en las elecciones manipuladas por el Régimen, sino que era algo de lo que uno era portador todo el rato, igual que cargaba con la nariz, el color de los ojos o la manera de andar. Para sus detractores, el anarquismo era también algo más que un nudo en la madera de la sociedad; era la termita que amenazaba con triturar la tarima sobre la que pisaba con marcial obediencia la aseada gente de bien. Y una peligrosa perversión de la higiene. En su mecánica simplificación política, los hombres de provecho creían que al margen de que pudiesen ser identificados policialmente por sus eventuales alijos de armas, los anarquistas eran fáciles de detectar gracias a su penetrante mal olor. Al principio de reconocer en mis actitudes las señas de identidad del anarquismo tomé toda clase de precauciones estéticas y extremé mi higiene personal. Temía que la policía me echase el guante por culpa de que durante su vigilancia el hedor de mis pies traspasase los zapatos.
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