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Si Urdangarín hubiera conocido a Javier Guerrero le habría hecho un ERE al Instituto Nóos para pillar una subvención inflada y comprarle un palacete a Jaume Matas. Presuntamente. Si el Bigotes hubiera conocido a Del Nido le habría organizado un mitin en Fitur pagado por Munar con facturas falsas. Presuntamente. Si Camps hubiera tenido una gasolinera habría quedado allí con la Pantoja para lavar sus trajes más Blanco. Si Millet hubiera tenido un fondo de reptiles le habría comprado a Roca una licencia de obras para levantar el Palau Arena en Santa Coloma. Si Dorribo se hubiera cruzado con don Vito en el putiblub, habría revendido Mercasevilla a la salud de Amate y de Juan Enciso. De oriente a Poniente, presuntamente. En España no todo el mundo es golfo, pero hay días que lo parece. La escala va del narciso con ínfulas que se deja agasajar («no me soborne del todo, métame sólo la puntita») al ladrón sin reparos que le hace un butrón a la caja del despacho. País borracho de corrupción, ebrio de bandoleros de cloaca. Una epidemia de malayos se extiende de Ciempozuelos a Totana pasando por La Muela y por Ronda. Si da la impresión de que está todo podrido es porque a lo mejor lo está. Sanear el sistema no es sólo adelgazarlo para que sus finanzas se sostengan, es también desinfectarlo. Nunca antes un presidente tuvo tantos resortes para abordar la regeneración higiénica: acabar con la jeta, los chanchullos, la arbitrariedad de las concesiones y el barrer siempre para casa; que te nombren concejal y coloques a la parienta, al cuñado y al novio de la niña. Presidente, dele usted una vuelta. Los méritos frente a la filiación partidista. Los limpios frente a los golfos. La competencia profesional frente al enguarrine y la mangancia. Ahí tiene tarea.