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Los que fueron investidos

La Razón
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La investidura de Leopoldo Calvo Sotelo en febrero de 1981 tenía que acabar en tragicomedia. Leopoldo, un ingeniero mucho más culto que la media de nuestros políticos y que tocaba el piano en sus veladas, sabía de la descomposición interna de la UCD en taifas de personalismos irredentos y no quería lo que le ofrecía Adolfo Suárez. Se resistió durante horas hasta que aceptó su sacrificio, ya que otro postulante de la UCD podía encontrarse con el voto negativo de sus propios diputados. Aquella investidura fue interrumpida por la entrada de Tejero en el Congreso, historia hipercontada. Calvo Sotelo mandó retirar de Moncloa los ceniceros de Suárez, sustituyéndolos por libros, y pidió a seguridad que le abrieran la caja fuerte del despacho, dentro de la cual se halló un papelito con el número de la combinación. «Poldo», como le llamaban en confianza, fue un gran presidente porque fue consciente en todo momento de su provisionalidad: enjuició a los militares golpistas, metió a España en la OTAN y convocó unas elecciones que sabía iba a perder a manos del PSOE. Adolfo Suárez en 1979 ya llevaba años gobernando la transición y él solo era un poder fáctico: era joven, atractivo, un encantador de hombres y mujeres, el obrero de la democracia que tranquilizaba al franquismo del que había sido ministro. Su telegenia y su control sobre la única televisión le daban una aceptación masiva. El PSOE no tenía escaños para evitar su investidura y continuó haciéndole una oposición bárbara, cruel, injusta, hasta plantearle una moción de censura que no podían ganar. Sólo para fastidiarle. También es una historia conocida el desgaste interno y externo de UCD, que acabó con la patética dimisión del presidente por televisión cuando advirtió que había perdido el favor del Rey. Constitucionalmente podía seguir, pero el ruido de sables le aconsejó la inmolación. Cuando ya había abandonado el Centro Democrático y Social le quise recordar en un acto el cariño que los españoles guardaban de él. «Preferiría que me quisiesen menos y me votaran más». La llegada al poder de Felipe González, vista en perspectiva, fue una samba carioca. La descomposición de la UCD y el golpe de Estado dieron la sensación de que la transición y la inestabilidad sólo acabarían con el PSOE en el Gobierno. La mayoría absoluta socialista estaba no en las empresas demoscópicas sino en las coplas de ciego. Hombres como Miguel Boyer preparaban su Ministerio de Economía antes de las elecciones. He visto a Felipe abrir las notas que le enviaba al respecto. Hablo de samba porque lo de 1982 fue un desparrame: «Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo». No hizo una campaña ruidosa porque sabía que iba a ganar. En los mítines parecía que oficiaba una misa. Pero en las plazas de toros le tiraban las bragas al arengario. Tuvo cuatro investiduras, las últimas con el apoyo de Jordi Pujol a quien Felipe pensó en meter en la cárcel por irregularidades en Banca Catalana. Pujol fue leal hasta que a finales de 1995 con el GAL, Roldán, Mariano Rubio, Barrionuevo, Vera, la corrupción de la sangre y el dinero le hicieron exclamar públicamente: «Así no podemos seguir».

González se retiró con lo que denominó «una dulce derrota», dado que José María Aznar sólo logró una minoría mayoritaria que le hacía depender (también) de los votos pujolistas de Convergencia i Unió. A Felipe (al felipismo) se le veían entre sus gruesos labios las plumas del canario del Partido Popular, y a Aznar no le daban más allá de tres meses en La Moncloa. Incluso desde antes de su investidura los agentes socialistas intentaron que fuera otro y no Aznar el candidato del PP. Y es que por razones que sólo la psicología podía explicar, desde el PSOE se mantiene un odio personal e inextinguible hacia le jefe de la derecha española. En cuatro años se resarció con la primera mayoría absoluta popular.