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La libertad fatal de Internet
El ciberactivista y agitador cultural Jaron Lanier reflexiona sobre las consecuencias del abuso de la red en su sugerente «Contra el rebaño digital» «Contra el rebaño digital»Jaron LanierEditorial Debate. 256 páginas. 19,90 euros
Somos realmente conscientes de lo que han cambiado nuestras vidas tras la aparición de internet y las redes sociales? ¿Es legítimo hablar ya de una mutación antropológica, incluso del paso a un nuevo «hombre digital»? ¿Representa la red la apoteosis de una cultura de la superficialidad radicalmente opuesta a toda jerarquía cultural? Que estas herramientas han alterado nuestra existencia parece un hecho incontrovertible; que las nuevas tecnologías de la información supongan un paso adelante en la historia del progreso humano sin costes y peligros es otro asunto bien distinto, como nos recuerda el ciberactivista y agitador cultural Jaron Lanier en su sugerente «Contra el rebaño digital» (Debate, 2011), una crónica imprescindible y bien ponderada para todo aquel que quiere sumergirse en el apasionante debate sobre las ventajas y perjuicios de Internet y las redes sociales sobre nuestras vidas.
Una vida en la red
Si, como ya advirtiera McLuhan, los medios son capaces de transformar los contenidos y los mensajes, ¿qué tipo de transformaciones estaríamos sufriendo bajo la influencia de estos nuevos medios? Cabría decir, sin ánimo de exageración, que si en el pasado buscábamos adaptar la respectiva innovación tecnológica a nuestra vida, hoy estaríamos en una situación algo diferente, como si nuestra preocupación pasara más bien por el hecho de que nuestra existencia se encuentre a la altura de nuestra herramienta. Es decir, ¿cómo hemos de comportarnos para estar a la altura de nuestro «Facebook» o de nuestro Twitter? La ansiedad por filmar, grabar y colgar nuestros momentos de forma inmediata es elocuente a este respecto. Hoy la vida que no se twittea ya no parece vida real.
El elemento provocador del libro de Lanier radica en su diagnóstico crítico. Según este gurú informático, la concentración de usuarios digitales en redes sociales, blogs o intercambio de archivos no garantiza un desarrollo óptimo de la comunicación; es más, a diferencia de los abanderados de las nuevas tecnologías, no considera que la supuesta eficacia de una «mente enjambre» trabajando en red de forma continúa y común constituya un avance, sino más bien una sumisión de lo humano al poder de la máquina tecnológica. Por otro lado, no deberían omitirse otros peligros, como el aumento de adicciones a las redes sociales. La obsesión por estar «conectado» es fuente de ansiedades y desórdenes emocionales, como están poniendo de manifiesto últimamente los profesionales del ámbito terapéutico.
Steve Jobs, el cofundador de Apple, odiaba los botones hasta el extremo de suprimirlos de su propia indumentaria. El gran gurú de la digitalización, obsesionado por la sencillez, los consideraba simplemente un obstáculo innecesario. Esta ideología del acceso cómodo e inmediato, «sin fricciones», a la información ha modificado de forma irreversible la tecnología de nuestros ordenadores y nuestra relación con ellos.
En cierto modo este debate sobre las nuevas tecnologías de la información puede en muchos puntos relacionarse con la célebre distinción que Umberto Eco realizara en la década de los sesenta al hilo de la lucha entre los llamados «apocalípticos» e «integrados». En relación con la cultura de masas, sostenía Eco que mientras que los apocalípticos valoraban en los nuevos medios, por su horizontalidad, homogeneización y nivelación, la esencia de la «anticultura», los «integrados» daban la bienvenida a estas nuevas tecnologías por impulsar el espíritu democratizador y abolir toda distancia cultural. Sin duda, estas categorías sirven todavía para definir nuestro escenario, marcado por la proliferación viral de la información a tiempo récord y por la resistencia de ciertos sectores a perder sus tradicionales marcas de identidad.
Internet, «denigrante»
Así, por ejemplo, alineado en el sector apocalíptico, el filósofo Alain Finkielkraut, en su ensayo «Internet, el éxtasis inquietante» (Libros del Zorzal, 2011), es rotundo: internet denigra al hombre. ¿La razón? En su teclado, el cibernauta ha saldado todas sus deudas y sólo conoce sus derechos. «Amigable copartícipe del sentido y ya no pasivo destinatario», el nuevo hombre de internet «es el hombre que vale por todos los hombres y por cualquier hombre»; libre, es decir, soberano, tiene al mundo en la palma de su mano. Con el uso «ciudadano» de internet, «los principios de la democracia triunfan sobre toda jerarquía y sobre toda autoridad: maravillosa perspectiva, que justifica, además, la negativa a abandonar la gran red en manos del ‘‘Big Brother'' o de los mercaderes del templo».
«Encerrado en su demanda y librado a la satisfacción inmediata de sus deseos o de sus impaciencias, preso de lo instantáneo», el hombre de Internet, para Alain Finkielkraut corre el riesgo de condenarse a sí mismo «por su fatal libertad». Nada le está prohibido, salvo el desconectarse. Y esta condena se agrava con el poder de hacer «zapping», «navegar», «cliquear» o «bloggear».
Nostálgico de un mundo que todavía poseía peso, distancia y límites claros, Finkielkraut no puede sino detestar la nueva fluidez, inmediatez y falta de pudor del universo en red. Símbolo del nuevo expresionismo narcisista, internet es para él exclusivamente el grado cero del pudor. Frente a Finkielkraut, los «integrados», en cambio, subrayan el valor democrático y comunicacional de esta milagrosa levedad en continua interacción. Internet representaría bajo este punto de vista la emergencia de un nuevo «intelectual colectivo» con capacidad para dinamitar la caduca noción de propiedad y los derechos del individualismo posesivo. Allí donde el apocalíptico vaticina el virus de una horizontalidad enemiga de lo humano, el integrado alaba el ocaso de la verticalidad. ¿No representa precisamente la discusión sobre la «ley Sinde» un nuevo ejemplo de esta lucha entre el peso y la levedad?
Consciente de los peligros de internet, pero también de sus indudables beneficios, Lanier en «Contra el rebaño digital» advierte, sin embargo, de la posibilidad de nuevos entramados de poder y de la devaluación de la comunicación, una «degradación» que podría adquirir gran velocidad «cuando los sistemas de información puedan funcionar –señala– sin la intervención humana constante en el mundo físico, a través de robots y otros ‘‘gadgets'' automáticos».
Siguiendo este esquema, el mérito del libro de Lanier reside en su intento, nada ingenuo, de mediar entre ambas posiciones: la del detractor furibundo y la del ardor cibernauta. Su autor no está en contra del uso de la web, ni siquiera de un desarrollo más acentuado; más bien aboga por un cambio de paradigma que otorgue preeminencia a la subjetividad humana frente a la tecnología. De ahí la necesidad de inventar aplicaciones, herramientas y sistemas que tengan verdadera relevancia para un usuario y no le suman en el shock de la banalidad acumulada, una acumulación de páginas sin valor, de aplicaciones que tienden a uniformizar la experiencia humana y de tecnologías que limitan el potencial creativo.
¿IVA reducido para el ebook?
La Comisión de Cultura del Congreso instó ayer al Gobierno a realizar las gestiones necesarias en las instituciones europeas para que, con la mayor celeridad posible, se pueda aplicar al libro electrónico el mismo IVA reducido que se aplica a los libros en papel. La iniciativa ha sido una proposición no de ley del grupo de UPyD, que pedía al Gobierno unificar el IVA en los dos formatos del libro, y ha sido modificada durante el debate y aprobada finalmente por unanimidad.
El detalle
EL «PADRE» DE LA REALIDAD VIRTUAL
A Jaron Lanier (Nueva York, 1960) le debemos la popularización del término «realidad virtual» en los años 80. No en vano, Lanier fue el fundador, en 1985, de la primera compañía para comercializar productos de «realidad virtual», tales como gafas y guantes. Además de por su ciberactivismo, es también conocido por componer música clásica y por coleccionar instrumentos raros. Aunque pueda ser un gran desconocido en nuestro país, la revista «Time» le incluyó en el año 2010 en su lista de las cien personas más influyentes del mundo.
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