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El Estado contracultural

La Razón
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Hace veinte años, en 1991, Marc Fumaroli, profesor y ensayista francés, publicó una obra que se ha convertido en un clásico. Se titulaba «El Estado cultural», y existe una edición española, muy recomendable. Fumaroli describía cómo el Estado francés había hecho de la Cultura una de sus principales instancias de legitimación. El resultado es que la política cultural se había convertido en la economía política del ocio colectivo y la política cultural, en la promoción de los motivos de distracción.

El análisis de Fumaroli era impecable y, como tantas otras veces, no tuvo ninguna repercusión. En España las cosas han seguido un camino parecido porque, como en tantas ocasiones, copiamos el modelo francés sin pararnos a pensar si era lo más conveniente. Aunque en estos veinte años se ha avanzado mucho en recuperación y mejora del patrimonio, también se han llevado hasta su extremo algunos de los vicios denunciados en 1991. Entonces se pudo hablar de la cultura como religión sustitutiva. Hoy ya nadie se cree eso y la cultura, la cultura tal como se concibe en los despachos oficiales, se ha convertido, en buena medida, en un instrumento de marketing. Gestionado con prudencia para no perjudicar las obras, esto puede tener efectos positivos, aunque conviene recordar de vez en cuando que la catedral de Toledo, por ejemplo, no es Disneyworld.

Tal vez sería necesario, en cambio, rectificar algunas derivas. Uno de ellos es el gigantesco gasto en cultura que, tal y como había anunciado Fumaroli, no ha servido para dar continuidad al legado recibido. A pesar de las cantidades derrochadas, del personal comprometido y de las decenas de «contenedores culturales» levantados por toda España, hoy los niños españoles no pueden asistir a una función decente de nuestros clásicos, no hay una programación consistente de zarzuela y lo que debería ser un buque insignia, como el Teatro Real, está dedicado a luchar contra el repertorio y la música española. En tiempos de crisis, cuando no hay dinero para pagar las medicinas ni los servicios de sanidad, será necesario pensar lo que es imprescindible y lo que no lo es. Mucho más en la nueva sociedad, en la que el sueño del Estado omnipotente se habrá desvanecido.

Además, en nombre de la modernidad y la libertad artística, la cultura oficial ha asumido un proyecto que tiene sus raíces más hondas en la contracultura de los años setenta. La cultura oficial está en la vanguardia de un proyecto militante destinado a emanciparnos de nuestras cadenas y liberarnos de nuestro pasado, en particular de nuestro pasado de españoles: a hacernos más ignorantes y más zafios, en dos palabras. Uno de los focos más activos de los ocupas indignados en Madrid es un antiguo edificio de Tabacalera cedido por el Ministerio de Cultura a un grupo de parásitos que lo ha bautizado como Centro Social Autogestionado. Así tantas cosas. Sería de agradecer que los próximos responsables de Cultura pensaran con seriedad en su cometido y empezaran, aunque fuera poco a poco, a librar a su departamento del activismo contracultural.