Berlín

El muro

La Razón
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Estuve en Berlín cuando se derrumbó el muro. Se derrumbó una ideología, un sistema y una tiranía. He escrito de los plátanos. Los alemanes del Este no conocían la existencia de los plátanos. Se agotaban en los supermercados del Berlin libre. En las escobillas de los cascajos rodantes de la Alemania comunista, los berlineses occidentales dejaban billetes de marcos para que sus propietarios pudieran comprar algo en su primera libertad. Y botellas de licor, y embutidos, y hasta postales con la efigie de John Fitzgerald Kennedy, el presidente de los Estados Unidos que cuajó en Berlín, junto al muro opresor del comunismo, las palabras más fundamentales de su trágica presidencia. Berlín es una ciudad que en el otoño avanzado, casi en el invierno, apenas sabe del sol. El muro se mantenía, pero se abrían puertas a golpes de mazazos, mientras los «vopos», los soldados de la Alemania entregada al comunismo, se despojaban de órdenes, fumaban durante la guardia y permitían que los jóvenes alemanes del este derribaran una muralla en la que muchos como ellos encontraron la muerte para abrazar la libertad. Se rendía el comunismo, la gran mentira. No sólo en Berlín, sino en Moscú, firmando su histórico fracaso. Saltaban por los aires ripios de granito que se convertían en reliquias del horror. Y pasaban los alemanes atónitos de la sombra a la luz, pero no nos permitían a los extraños atravesar el trecho que separaba la luz de la sombra. Ahí se mantenían inflexibles los mandos militares y policiales del comunismo agónico. Una inflexibilidad que también se entregó a lo inevitable, semanas más tarde.

Hace cincuenta años que el paraíso comunista decidió alzar una muralla en el corazón de Europa para que nadie pudiera huir del edén. En Hungría, en Checoslovaquia, en Polonia, en las tres naciones bálticas de Estonia, Letonia y Lituania, en Georgia, en las repúblicas musulmanas anexionadas al gran crimen, empezaron a moverse los hilos de la libertad. Y en Rusia. Gorbachov, el comunista pragmático, supo que la etapa de la opresión había llegado a su fin. Un Papa llegado de la Iglesia perseguida y un presidente de los Estados Unidos aborrecido por la retroprogresía, habían obrado el milagro. En Polonia, «Solidarinosc», encabezada por Lech Walessa, se había enfrentado con éxito y dolor a la mano de hierro del comunismo. La Primavera de Praga florecía en pleno otoño. Los hierros de los carros de combate soviéticos que aplastaron Hungría en 1956, se hicieron ceniza, mala memoria, sólo eso, cuando se oyeron de valle en valle, como en la Edad Moderna, los pífanos que anunciaban la victoria de la libertad. Todo habría de seguir un camino más largo o más corto, según cada tirano. En Rumanía, el anfitrión veraniego de Santiago Carrillo, el asesino Ceaucescu, mataba sus últimos osos en sus privilegiados hayedos y se disponía, desde su ignorancia, a morir fusilado por sus propios soldados junto a su perversa Helena, la gran zorra rumana.

Detrás, millones de muertos , campos de concentración, hambre, fracaso, persecución policial, absoluta ausencia de derechos y una aristocracia de partido que principiaba a manejarse en el exterior para no perder sus privilegios. Lo que hoy es la mafia, ayer fue el Partido Comunista. En Occidente, los más radicales seguían creyendo en lo imposible, en el cubo de la basura, en la cañería atascada, en la aborrecible prisión de millones de kilómetros cuadrados que se había establecido después de la Guerra Mundial con el beneplácito de las naciones libres. Hace cincuenta años se alzó la muralla que separaba la vida de la muerte y que hoy es mal recuerdo y aire compartido. Tengo ante mis ojos el ripio de granito que tomé en Berlin. Y pienso en la sangre de tantos que murieron por superarlo. Ya hay plátanos y vida, y ni queda hoz ni amenaza el martillo.