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Impresionante reforma

La Razón
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Se supone que todo el sistema judicial se basa en los hechos (consumados, diríamos), y con él nuestra ilusión de justicia. Las ciencias experimentales se apoyan en inducciones que concluyen en resultados y tesis. La historia del arte se fundamenta en hechos concretos: pintura, escultura, arquitectura, literatura… producidas, nunca solamente ideadas o fantaseadas (¿cuántos artistas maravillosos, grandes genios incluso, conocemos que, sin embargo, no han demostrado jamás sus aptitudes, dado que no han sido capaces de ofrecerle al mundo ninguna obra, ningún hecho?). Damos por sentado que la misma existencia transcurre paralela al peso de los hechos que nos acontecen, en la rúa y en los espacios de nuestra intimidad: nacer, crecer, comer, evitar ser comidos, tener hijos, pagar la hipoteca, ser despedidos del trabajo, viajar en verano, encontrar el amor, perderlo por los bares, etc. Pese a todo, nadie ha demostrado que las cosas estén tan claras. Lo que ocurre, lo que acaece, lo que se realiza, a veces tiene mucho menos peso que una simple y –teóricamente– despreciable impresión.
Las impresiones nos turban, alteran y conmueven; precipitan los hechos. La impresiones son más poderosas que los hechos, muchas veces. Basil Grant, un estrafalario personaje de G. K. Chesterton, exclamaba en el relato «El lamentable fin de una gran reputación»: «¡Los simples hechos! ¿De verdad los admite? ¿Es usted tan supersticioso, tan devoto de oscuros y prehistóricos altares, que cree usted en los hechos? ¿No se fía de una impresión inmediata?». Quizás llevaba su parte de razón. Porque, finalmente, las impresiones inmediatas tienen una fuerza arrolladora. Y así, la esposa engañada por su cónyuge se deja llevar por la impresión de inocencia del adúltero, y queriendo convencerse de su sinceridad, ya está convencida de hecho.
En España, verbigracia, se ha demostrado históricamente que los hechos abusivos o sabios de sus mandatarios no impiden que la muchedumbre se deje arrastrar por la equívoca impresión de bondad, u horror, que suelen despertar los que ejercen el poder. Recordemos a Fernando VII, un gobernante de los más perniciosos que ha tenido este país y que, a pesar de ello, fue «El deseado» de las masas, dispuestas a morir por él. Y eso que, por entonces, aún no tenía el apoyo de la televisión, la gran generadora de impresiones del mundo moderno, la administradora de la influencia de la simple impresión. Las impresiones son determinantes porque desvelan una multitud de faltas: todas las de nuestra imaginación.
La reforma de la Constitución es un hecho. Una nación como ésta, poco acostumbrada a las reformas constitucionales –y menos habituada a las constituciones, habría que añadir–, se debate entre digerir el hecho consumado por «el bien del país» y la sensación de que le han «hecho» un «trile» del que no sabe a quién culpar: ¿la UE, Merkel, la «partitocracia» española…? Por mi parte, tengo la impresión de que la reforma tampoco es muy impresionante. Pese a lo mucho que nos ha impresionado. (Pero, bueno, mientras impresione al Mercado ese…).