San Francisco

De Asís a Jerusalén

- De la Real Academia de la Historia

La Razón
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Hace pocas semanas Benedicto XVI viajó a Asís para conmemorar el aniversario de aquella reunión entre representantes de todas las religiones, que había conseguido realizar su antecesor Juan Pablo II. Era el cumplimiento, en último extremo, de ese mandato del Concilio acerca de la libertad religiosa.

Un término que a veces se interpreta mal: no es libertad para no tener religión, sino reconocimiento del derecho y del deber que todo ser humano tiene de rendir culto a Dios desde aquellas creencias que ha llegado a alcanzar. Es una dimensión que encontramos entre los pueblos más primitivos, como los alatunjas de la Tierra del Fuego, que afirman la existencia de un Creador que sustenta también la vida del Universo.

La Iglesia católica se reconoce a sí misma como un verdadero término de llegada, una revelación directa por Dios hecho hombre. Pero desde su inmarcesible superioridad reconoce que algo o mucho de verdad hay en las otras creencias. Pocos fieles católicos se habrán dado cuenta de que en el Catecismo actualmente en uso aparece un párrafo escrito por Cicerón en el «De República» antes de la venida de Jesucristo. El catolicismo ha recogido lo que de valioso hay en el pensamiento y en el saber de seres humanos.

Pero volvamos a las razones que movieron a los papas a escoger Asís. Es la patria de aquel humilde que abandonó incluso su propio nombre para identificarse con el apodo que sus coetáneos le habían dado: «il franceschetto», Francisco. De pocos santos puede decirse con tanta exactitud que supo acercarse a ese modelo que marca la imitación de Cristo: amar al prójimo lo mismo que a sí mismo y a Dios por encima de todas las cosas.

Siguiendo las costumbres de la época fue peregrino en Santiago, romero a orillas del Tíber y palmero en Jerusalén. Aquí llegó cuando estaban en su epílogo las cruzadas. Y descubrió el error: no es posible servir a la fe con la espada; el único modo correcto es el amor. No se equivocaba. Después de seiscientos años, cuando vamos a Tierra Santa, encontramos a los franciscanos. El amor les ha permitido superar todos los cambios políticos.

Los encontramos, humildes y eficaces, en el Huerto de los Olivos, en Ein Karim y en tantos otros lugares. Es la consecuencia del amor. Es así como se gana al prójimo y como se defiende la libertad religiosa.

No se trata sólo de intercambiar saludos comunicando doctrina. Se está haciendo un llamamiento profundo a la paz. Sin ella no hay libertad religiosa. Lo comprobamos todavía en esas guerras relampagueantes que nos sacuden. El Islam sigue, en gran medida, invocando ese recurso al poder político que descubre detrás de la Sariya.

Es imprescindible, nos recuerda el Papa, un diálogo profundo con sus seguidores impulsándoles a reconocer el bien profundo y radical también que adviene con la libertad religiosa. Los cristianos deben ser amparados en su derecho a ofrecer a Dios su fidelidad; no hacen otra cosa que pedir el bien para todos los que los rodean.

El futuro está ahí. Si queremos construir una sociedad más justa y resolver los graves problemas que nos aquejan, es imprescindible comenzar por ese doble mandamiento: a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.

Las miradas se tornan luego a Jerusalén. No en vano lleva el nombre que significa ciudad de la paz. Aunque se trata, indudablemente, de una población judía, parte no sólo del patrimonio, sino de la esencia misma de Israel, a la que le es imposible renunciar, todos aquellos que invocan el nombre y la herencia de Abraham se sienten especialmente afectados cuando cruzan sus umbrales y pisan un suelo que está impregnado de acontecimientos significativos.

Pero sobre el mundo político actual se cierne una sombra. La ONU, que ha llegado a reconocer con acierto que judíos y palestinos tienen derecho a organizarse a sí mismos como estados, ha fracasado rotundamente: en aquellos espacios no reina la paz, sino la guerra.

Parece que Isaac e Ismael han olvidado que son hermanos. Y muchas veces también nosotros los cristianos hemos renunciado a aquellas palabras dramáticas y esperanzadoras con que Pío XI respondió a los avisos que Edita Stein le enviaba en vísperas del holocausto: «¡Sí, todos somos judíos!» Los Salmos nos reúnen en el fondo del alma.


San Francisco, que fue escuchado incluso por los grandes gobernantes musulmanes de Egipto, preveía para esa ciudad un papel de futuro: lugar de encuentro y diálogo, no de guerra. Y durante siglos unos y otros parecemos empeñados en dar allí predominio a la espada.

Es imprescindible construir un escenario en donde los proyectos de Asís, cuya excelencia hoy nadie discute, pasados veinticinco años de diálogo –lento desde luego– entre las religiones, puedan intercambiar sus ideas y su doctrina. Pensemos, por ejemplo, en el patrimonio espiritual que durante veinte siglos ha estado construyendo el judaísmo; de él podríamos y deberíamos beneficiarnos todos.

Pero la Unesco, al tomar una decisión importante reconociendo a la comunidad palestina como uno de sus miembros, ha olvidado lo más importante: hay que entrar en esas organizaciones de alcance mundial reconociendo que los otros, en este caso los judíos, tienen que ser reconocidos en su legitimidad. Y no se ha hecho.

He ahí un error, una soberana deficiencia. Pues toda cooperación cultural debe comenzar por ese punto del amor, el entendimiento y el respeto. Si se sigue atesorando el odio, no es posible alcanzar la cooperación.


La libertad religiosa constituye uno de los tres derechos naturales insoslayables. No está siendo respetada. Entre nuestros políticos, tampoco. Continuamente surgen propuestas que se enderezan a suprimir supuestos «privilegios», es decir, leyes privadas que la Iglesia posee. Con ello reclaman, de un lado, la negativa a un entendimiento –recibir y apoyar las razones– y del otro, a suprimir aquellos medios materiales que son necesarios para practicar, mediante el beneficio a los demás, esa dimensión imprescindible y válida para todos: el acto de amor.

La Iglesia se muestra siempre al servicio de los demás. Un ejemplo que los sectores políticos no deberían nunca olvidar. Ahí está la clave de un futuro mejor, superar todos los odios y tratar de alcanzar mediante el afecto a los otros la vía de la verdadera paz.