Atenas

Hasta el gorro por Alfonso Ussía

Y he caído en la trampa. Aquí me hallo, escribiendo de Grecia, de la que estoy hasta el gorro

La Razón
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Estoy empezando a estar de Grecia hasta el gorro. Bueno, no estoy empezando. Estoy de Grecia hasta el gorro. No se habla más que de Grecia, y aparte de los clásicos y de su asombrosa civilización, Grecia es una nación del lejano rincón del Mediterráneo que en estos momentos carece de importancia para mí. Se dirá, y con razón, que soy un irresponsable y que nos hemos jugado parte de nuestro futuro en las elecciones del pasado domingo. No lo entiendo bien pero tiene que ser así, porque personas infinitamente más cultas y preparadas que quien esto firma, estaban muy preocupadas. Me llamó un catedrático, ávido de información de última hora. –¿Sabes algo de Grecia?–; –Que se ha clasificado y juega contra Alemania–. Intuí un profundo despecio, una honda decepción en su manera de despedirse.

Estuve en Grecia muchos años antes de la creación del euro y de su integración en la Unión Europea. Nación culturalmente interesantísima, gente muy acogedora, lista y simpática y un país caótico. Más que el país, su capital, Atenas, a cuya sola mención hay que quitarse el sombrero y llevar a cabo una respetuosa inclinación de nuca. Lo del sombrero es una lástima. Antonio Mingote y quien escribe abrigamos la esperanza de recuperar la costumbre del uso del sombrero. Sin él, carezco de fuerzas para culminar nuestro proyecto. El sombrero es un complemento imprescindible de la buena educación y la cortesía. Y su utilidad no es la de cubrirse, sino al contrario, la de descubrirse. Un sombrero sólo sirve para quitárselo cuando la ocasión lo requiere, por ejemplo, al paso de la Bandera, de una bellísima mujer o de un entierro. Pero me he ido por las ramas por culpa de Antonio Mingote, al que tanto añoro y que estaba muy obsesionado con los sombreros. –¡Oye! ¿Y por qué los hombres no usan sombrero? ¡No hay derecho!–.

El deambular por los cerros de Úbeda con los sombreros, viene de la cortesía y respeto que Grecia nos merece. Somos Atenas y somos Roma. Pero aquella Grecia no es la de hoy. Y me refería al caos ateniense. Acrópolis aparte, Atenas es una ciudad tan grande y poblada como normalita. Despegar de Atenas y aterrizar en Madrid supone un golpe de alivio civilizado. Parece un contrasentido que el alivio de la civilización lo proporcione Madrid y no Atenas, pero así es si así me parece, escrito sea apropiándome del señor Pirandello, que lo hacía muy bien. De ahí que, al conocer que Grecia había ingresado en el club del euro, lo primero que pensé es que los europeos eran bastante optimistas. Pero se trató del pensamiento de un ignorante en cuestiones económicas, y no le concedí excesiva importancia a mi frívola reflexión.

Grecia, dicho con todos los respetos, se hallaba cuando yo pisé sus melancolías luminosas, muy por debajo de España e Italia. Posteriormente, y durante el primer Gobierno de Aznar, España hizo un esfuerzo descomunal para alcanzar todas las condiciones exigidas a los fundadores del euro. A Grecia se le perdonaron las carencias. Con mucho desgaste político y social, España superará la crisis. Pero no advierto la misma disposición en Grecia, por muy buena voluntad que tenga el señor Samaras, ganador sin mayoría absoluta en las elecciones. El gordo del Pasok, equivalente al PSOE, se ha dado un batacazo, y el muy marxista Tsipras no desea formar una coalición con los liberales ganadores. Tsipras anunció que de ganar en las elecciones, mantendría a Grecia en el euro pero no haría recortes en el gasto, es decir, que átenme a esa mosca por el rabo.

Y he caído en la trampa. Aquí me hallo, escribiendo de Grecia, de la que estoy hasta el gorro.