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Después de Afganistán

La Razón
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A finales de 2009, el Gobierno aumentó el número de tropas españolas en Afganistán, con especial presencia en la provincia norte de Badghis. El premio de la acción de los españoles, se dijo entonces, era Badghis, aunque para conseguirlo se reconocía que las tareas de mantenimiento en manos de las tropas españolas eran fundamentales, y previas a la reconstrucción civil. El atentado que ha causado la muerte de dos guardias civiles y de un intérprete español en la capital de esa misma provincia ha venido a demostrar que el objetivo está todavía lejos de cumplirse.

Así es como se plantea el debate sobre la naturaleza de la presencia de España en Afganistán. No es sólo una guerra, porque las tareas de construcción, de formación y de propaganda son esenciales, pero sí lo es porque las tareas de seguridad, que pueden obligar a atacar al enemigo talibán, son imprescindibles para seguir adelante con la llamada misión humanitaria. Si no hay acción bélica, la construcción de un Afganistán mínimamente civilizado y que no suponga un peligro para el resto del mundo está fracasada. Sin la construcción de ese Afganistán nuevo, la acción bélica no tiene legitimidad. Reunidas las dos acciones, conducen en buena lógica a una presencia de larguísimo plazo en Afganistán, por parte de una comunidad occidental reunida, con el liderazgo de Estados Unidos, en defensa de los derechos humanos y de sus propios intereses.

Es lo contrario de lo que va a ocurrir. A menos que algo lo impida, las tropas norteamericanas abandonarán Afganistán en julio de 2011, dentro de once meses. La estrategia de retirada del presidente Obama, inspirada por motivos políticos internos, dicta plazos cortos. Aunque cualquier previsión resulta aventurada, todo apunta a una desaparición de las instituciones políticas y sociales que se han creado en estos años y de las que se crearán a partir de ahora, por ejemplo las derivadas de las próximas elecciones parlamentarias del 18 de septiembre.

Así las cosas, el debate sobre si estamos o no en guerra en Afganistán puede conducir a la idea de que, estando perdida esa misma guerra, lo mejor es salir de allí cuanto antes. Es una conclusión coherente, y al parecer inevitable. Holanda ya se ha ido y pronto lo podrían hacer Canadá y Reino Unido. Nosotros no seguiremos sus pasos porque el Gobierno español, el mismo que ordenó la infame retirada de Irak, tiene que demostrar que es un aliado seguro. Nada de todo eso debe hacer olvidar que incluso dando por terminada nuestra presencia allí, los españoles tendremos que asumir alguna posición en lo que viene después de Afganistán. ¿Qué OTAN –si es que la OTAN sobrevive– surgirá después de la retirada? ¿Qué papel quiere jugar en ella España? ¿Cuál es nuestra posición ante la previsible extensión del terrorismo islamista en África? ¿Cómo y con qué fines vamos a utilizar la ayuda humanitaria?... Ni viviremos aislados, ni el hecho de que la derrota en la que habremos participado sea colectiva nos eximirá de responsabilidades.