Literatura

Nueva York

Esperanza en la era del desconsuelo

Esperanza en la era del desconsuelo
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La literatura es una obsesión que, cada día, sale a combatir al dragón de la realidad. Pero, atención, ¿no es un dragón lo más imaginario? ¿Al fin, quién es más hermoso e ilusorio: San Jorge o el Dragón? ¿Qué nos interesa más: Teseo o el Minotauro? ¿De quién nos sentimos más próximos, por último, de el terror o de la belleza, como se hubiera preguntado Conrad viendo los campamentos adornados con cabezas en picas en las devastadoras selvas del Congo? Preguntas todas, como las verdaderas preguntas, que no tienen respuesta, pero que sí generan una obsesión en Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), crítico, editor, licenciado en filosofía, novelista, ensayista y poeta, y que acaba de publicar «La luz es más antigua que el amor».

En medio de la catástrofe

Una obsesión, no por poner el espejo en el camino, sino en medio de un incendio o una catástrofe. Así en su novela «El corrector» (2009), donde un hombre que está corrigiendo las pruebas de «Los demonios», de Dostoievski, se entera del atentado del 11-M en Madrid. «La «luz es más antigua que el amor» será la obsesión de un novelista, Bocanegra, que, en tres momentos de su vida (la última será cuando reciba el Nobel de literatura), nos cuenta tres escenas del enfrentamiento de la búsqueda transgresora de la belleza en la pintura enfrentada con el poder, la encarnación eterna del Minotauro (en la noche, la fiera que llevamos dentro, como insinuaba Borges). Un futuro Papa que visita en 1350 a un pintor toscano para que destruya su obra más provocadora: una Virgen barbuda. Y cómo en un estudio de Nueva York el pintor Rothko se corta las venas.

El lector de esta obra recibirá un mensaje del novelista protagonista de la obra: vemos a Bocanegra en su discurso ante el rey de Suecia, en la entrega del Nobel. Ha decidido comentar en su discurso una de sus novelas: «La luz es más antigua que el amor». Porque en ella habla de cómo encontró la salvación a través de la belleza de la palabra. Y recuerda cómo un día estuvo una hora contemplando un cuadro del Perugino y sintió que «la existencia de la belleza se me mostró entonces tan objetiva como la del mal que nos rodea».

El lector comprenderá lo que, quizá, quiere decirle Menéndez Salmón en esta novela; que la belleza no niega el mundo, ni éste la belleza; que ninguno de los dos son ilusorios, como tantos han querido creer, sino que, al revés, la belleza y el mundo, los crímenes y la literatura, los cuadros y los tiranos (la palabra que sirve a la vez a Celan y a Hitler, se dirá en otra página), son dos realidades objetivas, dos hechos que nos rodean, que nos acompañan, que extienden nuestro laberinto y devorarán nuestra vida en una hecatombe final, donde sólo los dioses se alimentarán del humo de las vísceras quemadas y de nuestras ilusiones perdidas y olvidadas.