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El doctor X
El doctor X creía en algo tan peligroso como esto: que, en los casos menos graves, hay gentes que se curan «por sugestión». O creen que se curan. En todo caso, este era el oficio de brujos y sacerdotes primitivos. El peligro reside en administrar placebos que sugestionan y forrarse a ganar dinero.
El tal doctor X poseía todo un «Centro de Medicina Alternativa» – exótica y homeopática – en el que se facilitaba la sugestión a todo tren: el color de las paredes, la luz, la temperatura, los cuadros, las plantas, las alfombras, la música de fondo… Era la intencionada creación de «un templo terapéutico». Y lo más extraordinario es que contaba con una clientela de gente famosa y conocida, todos creyendo a pies juntillas en aquella superchería. Igual que en el siglo XVIII el «tout Paris» acudía al gabinete del Conde Cagliostro. Una barraca de sugestiones muy parecidas, más exageradas y extravagantes aún. Pero yo mismo formaba parte de esa distinguida patulea.
Muchos nos juntábamos en casa de un notable artista, en donde figuraban divas del teatro, aristócratas y cantantes de moda. Formábamos un «Centro de Credulidad» en la medicina alternativa, de signo oriental y en la muy inane homeopatía. Gentes «de pastilla» a toda pastilla: –«Pues yo tomo tres pildoritas de color rojo al levantarme y otras tres de color azul al acostarme y me va muy bien». –«¿Y quién te ha recetado eso?» –«El doctor X».
¡Peligro, peligro! Sobre todo, para el doctor X. Yo confieso que lo pasaba muy bien con él, hablando de medicina china que –dicho sea con todos los respetos– ha creído y afirmado durante siglos que el corazón se encontraba del lado derecho. Yo también tomaba pastillas de colores, a ver qué resultado me daban.
Hasta que un día mi ayudante, joven racionalista, me dijo: –«¿Cómo un doctor que todo lo cura, se ha dejado crecer esa tripa? Esa tripa no es nada normal, esa tripa esconde algo, esa tripa le está denunciando» –«¿Y qué está denunciando?» le pregunté. –«Está denunciando la cantidad de abrigos de pieles que lucen las mujeres de su casa. Está denunciando que todos los miembros de la misma tienen dos coches y que esa vida a lo "gran turco"no es la de un sabio, ni la de un científico».
Cagliostro se esfumó sin pagar, pero el doctor X no se libró de una denuncia, con irrefutables pruebas de que sus pastillas de colores eran totalmente inocuas y fabricadas en casa, como el que fabrica moneda falsa.
Cuando me enteré de su desgracia, lo sentí. Llegué a comentar ante mi ayudante: –«Si en el momento de mayor penuria, me lo hubieran puesto tan fácil, yo también habría cedido a la tentación». – «Pero con una diferencia» –, contestó el otro, –«que tú no tenías una peseta, y él necesitaba cada vez más».
Yo me sentía amigo suyo y de toda su familia. Pero comencé a pensar en cuántos de su especie son descubiertos y tienen que pagar –«¿cómo no sienten miedo? ¿Por qué, en algún momento, no recogen velas y hacen lo posible para librarse de la catástrofe? Con todo ese dinero, ya colocado en paraísos fiscales, tan sólo es posible emigrar y delatarse.
Puede que sí, que en algún momento de lucidez, comiencen a temer lo peor y que la suya es una situación de «no retorno», que nada pueden hacer ya, sino esperar con el corazón en un puño. Y el caviar les sabe a diablos y ya no puedan dormir en paz, hasta el instante irreversible. Y es del todo seguro que, apartados y en la sombra, se lloren a sí mismos.
Deben de ser duros esos días, de una tardía lucidez, en los que comprueban, estremecidos, que han levantado una torre altísima, gigantesca, un solemne rascacielos que de un momento a otro se les puede caer encima y sepultarlos, con toda la familia y algunos más. Una tortura anticipada y un purgatorio psíquico e íntimo, que nadie desearía vivir. Un «cielo negro» se cierne sobre ellos.
Imaginaba al pobre doctor X dejando correr por sus mejillas las mismas lágrimas de miedo y compunción de cuando era un niño, aquel niño inocente que fue; pero ahora, con su tripa grotesca, afeado y envejecido, un niño senil. Patética estampa, que despertaba mi compasión. Tan duro resultó para él que, en muy poco tiempo, enfermó y murió. Y pienso que tantos encausados graves por prevaricación pueden llorar alguna vez así, como niños aterrados y arrepentidos, después de haber cometido una «alegre barrabasada» confiada y eufórica, bajo un cielo azul.
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