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Lápiz de ojos por José Luis Alvite
He de reconocer que el cine ya no me fascina como antes y que la entrega de los Oscar ha dejado de ser algo por lo que me valga la pena vencer el sueño. Ayer vi por enésima vez «Casablanca» y me reafirmé en la idea de que para la magia del cine lo que de verdad se necesita es un lápiz, un papel y alguien con talento para escribir el guión de una historia con la que en absoluto pretenda cambiar el destino de la Humanidad. De nada sirve el indudable avance tecnológico de la industria cinematográfica si la ponemos al servicio de ideas manidas, de historias pesadas o de argumentos que consisten en que los personajes principales son unos monstruos muy sofisticados que en vez de hablar, vuelan. Tampoco puedo entender la fascinación de la crítica con eso que los intelectuales llaman «cine emergente», que se manifiesta en películas lentas, ideológicas y cargadas de simbolismo, en las que todo ocurre con una lentitud desesperante y silenciosa, con una desesperante calma sin frases, generalmente en localizaciones ocres y polvorientas en las que lo único emocionante es la posibilidad de que la historia acabe pronto. No hay en Europa un solo festival en el que no se premie ese tipo de cine que es evidente que aburre a los espectadores y vacía las salas. Es como si en un certamen culinario el jurado premiase al tipo capaz de envenenar a los comensales. En el momento de escribir mi columna ignoro el resultado de la gala de los Oscar. No es algo que me preocupe demasiado. He perdido buena parte de mi fe en una industria que ha dejado de apasionarme. Me refugiaré en mis películas de siempre, las de los buenos tiempos, cuando en una sala a oscuras proyectaban aquellas historias en las que las frases de Barbara Stanwyck parecían escritas en nuestros labios con la letra venérea de su lápiz de ojos.
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