Literatura
Sexo con cremallera por José Luis Alvite
No diré que en mi vida sexual me conformo con el placer que despierta en mí la imaginación, pero no he perdido del todo mi lejana afición adolescente a disfrutar con la intuición del sexo mientras le echaba un vistazo a la ropa femenina cacheada por el viento agareno y lascivo en los tendales. ¿No es acaso cierto que la realidad malogra a veces la calidad de la fantasía y empobrece el placer? En muchas de las películas de entonces era frecuente que ella se desvistiese detrás de un biombo y lo único que sabíamos de su desnudez eran las prendas que iba colgando antes de reaparecer radiante y cambiada de ropa. Más que la carne, nos excitaban sus símbolos, incluida la lujuria que nos provocaba la secuencia en la que los hombros desnudos de la chica asomaban en un escote de cera velado por la frondosa espuma del baño. Cambiaron mucho las cosas desde entonces y ahora en el cine por lo general sólo salen con ropa los difuntos, los condones y las banderas. Conservo desde la adolescencia cierta propensión a disfrutar de los prolegómenos y a huir de los hechos consumados. Raras veces la dimensión concreta de la realidad mejora el sugerente e impreciso misterio que la precede. Por eso a veces me he enfrentado al sexo con distraimiento, persuadido de que lo más excitante que sugiere una mujer desnuda es el recuerdo de cómo era cuando aún estaba vestida. Ya sé que la vida funciona de otro modo, pero todavía ahora, cuando me acuesto con una mujer, le paso la mano por la piel con la esperanza de presentir, descarrilado en su espalda, el lúbrico tacto ferroviario de la cremallera de su vestido.
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