España
Souvenir por María José Navarro
Esto de los aniversarios tiene su aquel, e incluso hasta su gracia. Y me explico, porque combinar los atentados del 11-S con el término «gracia» no tiene ninguna, ni pizca, maldita la gracia, pero ya saben mis fieles (uno o ninguno) que perpetrar estas cosas es mi especialidad. Me refiero a que cada cual cuenta la feria según le fue, según la vivió, según la recuerda, sobre todo. Porque el recuerdo no tiene que coincidir con la realidad
Se deforma, se moldea a gusto del narrador, se transforma con el tiempo. Yo me acuerdo, por ejemplo, de aquellos días posteriores en los que no se podía viajar a esa zona del mundo. Hasta que, de pronto, recibí una llamada. Un comandante de Spanair, de nombre José María, me ofrecía la posibilidad de subirme al primer vuelo que salía desde España hacia Washington para hacer un reportaje.
Decidí meter en mi equipaje de mano, y en la maleta, varios objetos punzantes, alguna tijera, una navajilla y una laca, para saber si las medidas de seguridad en los aeropuertos había variado de golpe. El resultado del reportaje fue un churro, porque a servidora no la ha llamado Dios por el camino del Pulitzer precisamente, vaya eso por delante, pero me sirvió para saber que la reacción de la comunidad internacional fue tardía, lenta y algo torpe. De Madrid salí con el equipaje intacto: con mis objetos punzantes, alguna tijera, una navajilla y una laca. Tres veces pasé el control especial y tres veces me tocó la especial: nada. Recuerdo que el vuelo fue tristísimo. El pasaje no se levantó, ni molestó, ni habló en voz alta. Las caras eran de angustia, de miedo, de desconfianza. Nadie se fiaba de nadie.
Las azafatas, las maravillosas azafatas de aquel vuelo, dirigidas por Irene, se esmeraron en que todo fuera lo más plácido posible, pero hasta en la tripulación cundía el temor. Daba vértigo todo. Daba vértigo el color de piel de los viajeros, sus bolsas, sus apellidos, su actitud, su tranquilidad, su intranquilidad. Hasta que nos acercamos al destino. Nos escoltaron dos cazas con muy malas pulgas a los que esquivó, a través de la comunicación interna, Nacho, el primer oficial. Y fue allí, ya en tierra, cuando los Sijs que se ocupaban de la seguridad me quitaron, por fin, el bote de laca Nelly. Sólo el bote de laca. Pero lo que más me llamó la atención de aquello fue la tristeza, pesada, plúmbea, una tristeza que cerró Washington y de la que, daba la sensación, jamás iba a recuperarse. A la vuelta me compré el carrito de venta en vuelo entero y le prometí al auxiliar Emilio que jamás olvidaría que únicamente el calor del resto te salva de la desesperanza. Fueron días duros, pero aquí estamos, gracias, como siempre, a los demás. A que somos muchos más que los culpables.
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