Crítica de cine
Percebes y mejillones
Cada vez me gusta menos el mundo en el que vivo. Hay muchas cosas que no puedo entender que ocurran sin que al instante se les ponga remedio. Tampoco me cabe en la cabeza que consideremos un problema aquellas conductas del ser humano que sólo constituyen una reivindicación de los valores individuales frente al imperio de lo colectivo. Para contrarrestar al hombre pensante, los políticos tratan de imponernos el hombre obediente. Esa es la razón por la que muchos de nuestros vecinos de clase media tienen nostalgia de la miseria en la que vivieron sus padres y envidian la libertad de movimientos de sus perros. Nunca estuvo tan mal vista la originalidad, ni fue tan criticada la independencia de criterio. La libertad en cierto modo se ha refugiado en las cárceles y las personas con talento han de ingeniárselas para que no se les note que lo tienen. Aquí todo el mundo escribe una novela que no importa que sea farragosa, confusa o ininteligible. Todo vale con tal de que no contenga ideas relevantes que puedan servir de excusa para que alguien en alguna parte incube la tentación de volverse revolucionario.
La enfermiza obsesión por conservar un cuerpo joven va acompañada desde hace años por el empeño en conservar también una mentalidad adolescente, lo que explica la proliferación de películas llenas de efectos especiales en las que un personaje es importante a partir del momento en el que su principal virtud es la facilidad con la que vuela. Personalmente ya hace tiempo que deserté de las salas cinematográficas, harto de una oferta en la que lo único bueno es la posibilidad de olvidarte de la película al instante de haberla visto. Muchos productos cinematográficos rebosan imaginación y tecnología, pero, ¡demonios!, a mi no me gusta que los personajes hagan en la pantalla las cosas que antes en las películas solo hacían los aviones.
Supongo que soy demasiado mayor para lo que se lleva. De hecho, en las salas de mi ciudad hay pocos espectadores que tengan más años que la butaca en la que se sientan a ver cualquiera de esas películas en las que no te perderías nada realmente reflexivo si por culpa de la tormenta se fuese la luz. Y en la literatura ocurre lo mismo. Aquí cualquiera escribe una novela y se queda tan ancho. Nuestro sistema educativo se las ha ingeniado para producir hornadas de iletrados. ¿Decepcionante? Pues sí, tanto como lo sería comer un kilo de percebes y al final de la digestión encontrar en el retrete un supositorio y doscientos gramos de mejillones.
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