Grupos
Cuestión de peso
En mis días de adolescente me tenía por un muchacho pensativo y razonable que raras veces hacía algo sin antes haber meditado con detenimiento sobre sus consecuencias. Entonces no me daba cuenta de que quienes de verdad imponían sus opiniones en la calle no eran los muchachos razonables, sino los chicos impulsivos. Mis lecturas resultaban inútiles comparadas con la musculatura de aquellos tipos tan rudos que el domingo abrían de un cabezazo la puerta de la iglesia. Yo a veces hacía un aparte con las niñas y trataba de hacerles notar mi talante reflexivo. Fracasé tantas veces como lo intenté porque al final ellas siempre se dejaban arrastrar por el tipo rudo e iletrado que no conocía la vida por haberla leído, como yo, sino por haberla pateado. Las chiquillas agradecían mi conversación, lo reconozco, pero a la hora de la verdad no había entre ellas una sola a quien mi visión literaria de la vida le produjese más emoción que la presencia de aquel tipo resuelto e impulsivo en quien veían el ejemplo de alguien que parecía capaz de salir adelante sin otro conocimiento que el de los palos de la baraja. Una de aquellas adolescentes me puso las cosas claras: «Me gusta estar contigo, de verdad que me gusta, pero a veces pienso que en una situación de peligro tendría que ser yo quien te defendiese». Como viera que me acababa de dejar perplejo, casi hundido, se explicó: «No digo que esté mal que quieras coronar mi frente con laurel, lo que pasa es que a veces lo que me apetece es que alguien me haga un chupón en el cuello». Pensé en el tipo que las encandilaba y lo comparé conmigo. Comprendí entonces que me sobraba erudición y me faltaba peso. Con el transcurso del tiempo y al cabo de muchos años de nocturnidad me reafirmé en la idea de que no es fácil que te den la razón si estás diez quilos por debajo del peso que hace incontestables incluso las opiniones absurdas de un hombre vulgar. Yo sé que el talento y el sentido común son armas poderosas, muy poderosas, pero también sé que cada vez que un matón expone sus argumentos, y por muy descabellados que sean, jamás rechazo sus ideas sin antes haber comparado sus manos con las mías. En las relaciones humanas ocurre lo mismo que en las relaciones diplomáticas. Cualquier mediocre embajador sabe que una mala idea es fácil de imponer si se cuenta con el respaldo de la artillería. Yo aún razono como cuando era adolescente. Y si en los garitos gozo de más influencia no se debe a que utilice mejor mis lecturas de la pubertad, sino a que peso veinte quilos más que entonces.
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