Valencia
«Mahagonny»: un vertedero Real
Dice Carlos Padrissa que a una ciudad se la conoce por su basura. Mahagonny, la urbe que ha diseñado La Fura dels Baus con la inestimable ayuda de Kurt Weill y Bertolt Brecht (autores de música y libreto, respectivamente), es un vertedero donde se mezclan botes, latas, neveras inservibles, lavadoras averiadas, sillas desvencijadas, varillas sin sombrillas, papeles, aerosoles, un cementerio sin vida al que van a parar los excesos, un contenedor de pecados capitales en el que la codicia, la avaricia, la gula y la explotación de los más débiles encuentran su hueco
La basura de esta metrópoli ni mancha ni huele porque está hecha, a semejanza de la de la otra, con poliuretano y cubre todo el escenario del Teatro Real. Digamos que la sección de utilería se ha empleado a fondo: han recogido en tiendas de segunda mano objetos que han sometido a un proceso de envejecimiento, «algunos incluso me temo que se hayan quedado sin vacaciones», explica el escenógrafo Alfons Flores, quien habla de esta omnipresente basura extendida sobre 355 metros cuadrados con pasión: «Está ahí en el escenario en todo momento y aumenta... Dejémoslo ahí para no desvelar más. Es el elemento principal del espacio donde todo se desarrolla. En esta ciudad los personajes viven bien entre escombros. Los cantantes no han tenido problemas porque está mullida y, en el fondo, es un colchón, un material que imita bien a los deshechos, a la basura», desvela. Los cantantes son Measha Brueggergosman, Michael König, Christopher Ventris, Jane Henschel, Donald Kaasch, Willard White, Elzbieta Szmytka, John Easterlin y Otto Katzameier, junto con los miembros del coro Intermezzo, que se estrena con esta producción.
L-u-c-h-a de contenedores
Desde el patio de butacas la visión impresiona, a medida que uno se acerca sobrecoge y cuando se trepa por encima de ella seduce, palabra. La parte alta del escenario aloja cinco contenedores, cada uno con una letra: l-u-c-h-a se puede leer. En un momento de la ópera abrirán sus tripas y dejarán escapar más porquería que se acumulará aa quella que ha convertido el escenario del coliseo en una escombrera. Ni huele ni mancha. Alex Ollé, la otra mitad furera, explica que esos residuos también se pueden extrapolar «a los personajes, a los ciudadanos y a sus sombras, que son los no ciudadanos, los que carecen de derechos, los que están condenados a morir, porque en Mahagonny estás condenado a la muerte si no tienes dinero. Sin pasta no eres nadie». «Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny» se estrenó en 1930 no sin un sonadísimo escándalo («es una obra muy dura que critica la esencia del capitalismo», explica Flores) y hoy, 80 años depués, sigue conservando la misma vigencia: «Su actualidad es total, más si cabe, con este momento de crisis, de ahí también lo de utilizar deshechos para la escenografía», argumentan a dos voces. Entre el planteamiento inicial del montaje y lo que se verá a partir del 30 de septiembre, día de su estreno, ha habido ajustes de presupuesto. La bonanza de otras épocas ha dejado paso a una puesta en escena sin pirotecnia que recuerda, dicen los fureros, a los primeros tiempos de la compañía. La Fura ha echado números y ha parido una obra ajustada al euro: «Todo se puede cambiar y repensar. ‘‘Mahagonny'' ha costado menos de lo presupuestado», explica Ollé, y explica cómo es esa ciudad sinónimo de corrupción, casi un ciudadano más de esta metrópoli pestilente: «Cuando se le pregunta hoy a un niño qué quiere hacer de mayor no lo duda: ganar dinero. Ninguno te da una profesión. Fíjate si esta ópera tiene razón de ser hoy», explica Padrissa.
Sumar, no imponer
«Seguro que en España y en Grecia, tal como estamos, triunfa el montaje», añade ante la mirada de Pablo Heras Casado, el primer director español que bajaral foso del Real con el todopoderoso Mortier y uno de los más jóvenes que ha pisado el Teatro Real: «La comunicación es muy buena entre la escena y la música y la fluidez, total, se palpa. Lo que es sensacional, y que tiene que ver con el espíritu de la obra, es que somos una compañía; todo el mundo cuenta, del primero al último, formamos parte de un equipo», a lo que añade Ollé: «En cuanto desaparece la jerarquía, la gente se entrega y la energía de todos en el mismo sentido juega a favor de la obra». La combinación ha ensamblado bien y ha dado como resultado un matrimonio bien avenido: «Yo aprendo de ellos. Les he seguido desde hace años», dice Heras-Casado, quien confiesa que en el Real se siente «como la primera vez que entras en una iglesia». El director de orquesta nacido y criado en Granada no teme que se pueda poner en cuestión su juventud: «Llevo trabajando desde hace quince años y he recorrido bastantes países de Europa, donde me han mirado sin prejuicios. Yo me entrego a mi trabajo, no es cuestión de tener más o menos años, sino de la experiencia acumulada, y la tengo. Mi método es generar la complicidad con el músico. Yo no impongo, hago, y sumo energías», argumenta Heras delante de unos profiteroles (¿o eran canutillos?). Efectivamente la complicidad existe y más aún si se comparte postre de chocolate. Padrissa y Ollé se conocen casi de toda la vida y explican su trayectoria de esta manera tan gráfica: «Hemos hecho el hundimiento ("de la Atlántida''), el martirio ("de San Sebastián"), la condenación ("de Fausto"), ahora ascenso y caída ("de la ciudad de Mahagonny'') y, entre medias, sonó la flauta (en alusión a la ópera mozartiana que se vió en 2005 en el Real y que se intentó sabotear haciendo sonar varios despertadores en mitad de la función). Fíjate qué trayectoria», comenta riendo. Una carrera realizada en un 90 por ciento fuera de España: «Es una pena que cuando vuelves a tu tierra no te valoren, es una putada, vamos. Y eso que Madrid es de las mejores plazas en las que hemos estado», se justifica Ollé, quien no teme a la reacción del público: «Estamos acostumbrados a escuchar eso de: ‘‘Bueno, a saber qué se les habrá ocurrido a estos tíos'', de quien no conoce el libreto. Hay gente que por el hecho de que la propuesta lleve nuestra firma no entra, aunque es verdad que esto ha cambiado para bien». Piden para Mortier, al menos, «cien días de gracia. Que no se le silbe antes de tiempo, como a Mourinho». Y Padrissa apunta una idea final antes de sumergirse en el ensayo: «La cultura no se debe politizar. Nosotros trabajamos en todos los sitios, donde nos llaman. Fíjate lo bien que nos ha ido en Valencia con la Tetralogía».
Vestidos de desnudos
«Todo está en el libreto». Lo repiten una y otra vez el escenógrafo y los directores de escena. No han añadido nada, dicen, que no esté escrito en esta obra de finales de los años treinta del siglo pasado. En sus páginas están el vicio y el sexo, la depravación llevada al extremo. En una escena los cantantes fornican (vestidos de desnudos) «sin la menor pasión, con una mirada al frente casi perdida. No hay placer. Las prostitutas hacen su trabajo en una coreografía exenta de erotismo», explican. Mahagonny es la ciudad del exceso: se muere comiendo y reina el vacío de las emociones.
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