Crítica de libros
Niebla con Gabanes (I)
Estuve enrolado en la Armada en una época de mi vida en la que no tenía claro qué rumbo tomar, cuando estaba algo bajo de peso para mi estatura y tenía una novia que a mí me parecía demasiado premio para alguien que había apostado tan poco. Ingresé en el cuartel de instrucción de marinería de Ferrol a principios de enero y mi regalo de Reyes fueron media docena de inyecciones y una ducha a las seis de la mañana con el agua tan fría que casi tuve que recuperar los genitales con una ventosa. Frente a la explanada del cuartel llevaba meses atracado el crucero «Canarias» con una dotación de mantenimiento mientras esperaba la orden de desguace. El buque tenía casi 40 años y despedía un fuerte olor a cebolla pochada cada vez que sus cocineros preparaban comida. En el sollado de la marinería pernoctábamos un centenar de hombres y un puñado de cabos instructores. Entre nosotros había de todo: tipos estudiados y muchachos que escribían sus cartas con una letra tan confusa que yo creo que era ideal si quisiesen perder todo contacto con sus familias. Dormíamos en literas de tres y nos turnábamos para planchar cada mañana el uniforme. El jefe de la brigada era un maduro capitán de Infantería de Marina muy serio y muy delgado, un tipo sobrio y reservado al que sólo te atreverías a pedirle un favor en el caso de que esperases no conseguir nada. Le veía llegar cada mañana al cuartel mientras formábamos entre la niebla antes de hacer gimnasia. Llegaba mezclado en una intermitente procesión de jefes y oficiales vestidos con gabanes oscuros, guantes de cuero negro y bufandas blancas. Era noche cerrada. Se escuchaban apenas el jadeo de la gimnasia, el mar masticando en los malecones y la brisa del viento en la arboladura de los destructores. A veces se deslizaban entre la niebla los gálibos de una fragata que se hacía a la mar untando el agua como una espátula de lana. El sargento instructor blasfemaba para inculcarnos la masculinidad de la gimnasia. A los pocos días dejé de darle importancia a su furia. El sargento instructor en realidad blasfemaba de manera reglamentaria, casi sin darse cuenta, con la misma naturalidad con la que probablemente pensaba que todos aquellos muchachos se olvidarían de su rutinaria mala leche tan pronto probasen media hora más tarde el gomoso chocolate del desayuno. En una ocasión me llamó a su lado entre la niebla y me dijo: «Dentro de unos días jurarás bandera, te darán destino y no volverás a verme. Pero, ¿sabes?, quiero que sepas que siempre tendrás mis manos cada vez que sientas vacías las tuyas. Espero haber sido para ti algo más que una puta voz cagándose en Dios entre la niebla».
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