Sevilla
Días contados (y IV)
De regreso en Compostela recordé los cinco días vividos a orillas del Guadalquivir y comprendí que la diferencia emocional entre ambas latitudes podría resumirse en lo lejos que parece en Sevilla la muerte y lo cerca que están en Galicia los cementerios. Ahora comprendo por qué los sevillanos fueron capaces de convertir el hambre en pan y en baile el cansancio. A Rocío González no le gusta que le hable de la muerte, ni que escriba sin colores, así que pensé en esas cosas mientras almorzábamos un exquisito bacalao a orillas del río, en el Abades Triana, en la calle Betis, con un terrible calor callejero que a mí me pareció que hacía sudar el agua. Me dije en silencio a mí mismo que por la impresión recibida durante mi estancia allí, parecía evidente que en Sevilla ni siquiera los muertos de mucho tiempo tendrían pocas ganas de vivir, mientras que en mi tierra, a la que adoro, casi se considera natural que la escuela comparta el patio del recreo con el cementerio. Al día siguiente almorcé en Río Grande con mis amigas Pili Carrión y Esther Segundo, que se sentaron juntas al otro lado de la mesa y me hicieron pasar una tarde deliciosa a la que se incorporó Rocío con el postre de su alegría a raudales, un júbilo a mayores que me hizo sentir demasiado septentrional y contenido, como supongo que me habría sentido en el caso de que acudiese de luto a un bautizo. Esther es muy habladora y muy amena, como si temiese perder la voz por el vicio del silencio, y Pili resulta en cambio más comedida, con el ahorrativo puntito de esa exquisita prudencia que concluye en un puñado de susurrantes frases cortas que permanecen un rato encariñadas en esa sonrisa suya en la que creo haber visto prendida la luciérnaga fugaz de una alegría dolorida en la que declinase lentamente la luz de una nostalgia infundanda. La voz de Rocío va y viene como un aliento de suave lava encerada que aviva la tarde hasta que la elegante inquietud del camarero nos avisa del rescoldo de la agradable sobremesa. Cruzando luego con Rocío en taxi sobre el puente de Triana, miré a las aguas del Guadalquivir. Y entonces hacía calor y no dije nada, es cierto, pero desde Compostela confieso ahora que me pareció un río lento, tisana de agua varada y reacia, un río como de tiza verde por el que resbalaban en lenta ortografía los barcos de paseo, como panteones en los que saliesen a orearse por la tarde esos rancios difuntos sevillanos que yo sé que tienen de la muerte la idea de que se trata de ese instante de inefable cansancio que sólo los andaluces saben disfrutar en lo alto de una cornada. (A Mari Carmen Risoto).
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