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Rocío Webster (III)

La Razón
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No sabría muy decir cómo es Rocío González, la chica andaluza que aquella madrugada entró en el Savoy y eclipsó en mi cabeza el recuerdo de Lorraine Webster. Diría que tiene el cuerpo pastoral de una diosa y la sombra lisérgica de una tarántula. Adora la ciudad y detesta tanto el campo que una noche me dijo que si la invitase a ir en mi coche a las afueras, sólo aceptaría a condición de que viajásemos por la noche, o en el caso de que la tarde estuviese tan oscura que incluso se viese gris la llama de mi mechero. La verdad es que desde el primer momento me pareció distinta de cuantas mujeres había conocido. Tiene unos ojos grandes y oscuros que a mí me da la impresión de que incluso cerrados se lo saben todo, así que cada vez que me cruzo con ella en el Savoy y me mira, tengo la sensación de que con la perspicaz luz de sus gálibos oscuros podría describir al instante mi ropa, mis pensamientos y lo más turbio de mi pasado. De muchas mujeres he envidiado a sus padres, a sus maridos o a sus hermanos, pero cada vez que me fijo en los ojos de la chica andaluza del Savoy envidio con toda mi alma a su oculista. Pero sobre todo, desde el primer momento me fascinó su facilidad para emocionarse sin necesidad de conmoverse, algo difícil de explicar que sólo se entiende cuando te encuentras frente a alguien así y sabes con absoluta seguridad que es la infrecuente clase de mujer capaz de perder el sentido sin perder al mismo tiempo el control. Ella jamás me dijo que pretendiese ser insustituible en el Savoy, pero yo sé que de todas las chicas que conocí en el local de Ernie Loquasto, ella es la única que se puede permitir el capricho de perder la cabeza sin que sus pies cometan al mismo tiempo el error de perder el paso. Al poco de conocerla, Terry Shelton aprovechó un momento que se ausentó al baño y se sinceró conmigo: «Sé que no está bien lo que hice, Al, pero metí mi mano en su bolso y leí unas notas suyas. Escribe bien esa chica. Es sensible y sensata a la vez. Cuando guardé la nota y cerré el bolso, tuve la sensación de haber visto crecer un rosal enredado en el filo de un sable». Creo que fue aquella noche cuando el columnista Chester Newman me hizo su comentario sobre Rocío al final de la madrugada: «Olvida a esa chica, muchacho. Está fuera de tu alcance. Puede que ahora ronde tu biografía, amigo, pero nunca habrá una mujer como ella en el obituario de un tipo como tú».