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Vestidos vacíos

La Razón
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Mi madre cumplirá pronto ochenta y cinco años y todavía de vez en cuando me pregunta por qué diablos le tengo manía. Yo le contesto que la suya es una impresión equivocada y que si no le expreso mi cariño es porque a veces me cuesta sacar los abrazos y demostrar lo que verdaderamente siento. No es algo nuevo en mi vida. Ya era así de niño, cuando evitaba sus abrazos por temor a que algún día sufriese demasiado al echarlos de menos. Mi madre no tenía una salud precisamente de hierro y pasaba largas temporadas ingresada en los sanatorios. Entonces tía Pepita se venía a Compostela desde Cambados y la sustituía con sus solterones modales de madre frustrada. Trágica y flemática, tía Pepita tenía por costumbre prepararme para lo peor, pensando en que mi madre falleciese en cualquiera de aquellas intervenciones quirúrgicas. Apagaba la radio a la hora del almuerzo y por la tarde oscurecía la casa entornado prematuramente las ventanas. En una cabecera de la mesa, mi padre; repartidos a ambos lados, mis dos hermanos y yo; en la otra cabecera, tía Pepita, masticando la comida con correcta y cautelosa desgana funeral, austera, contenida, en silenciosa actitud de duelo, como un buitre de porcelana que hubiese pasado la noche abrigado con la levita de Sir Winston Churchill. A los pocos días reaparecía mi madre en casa con el vientre recogido en un brazo, pálida, triste y dolorida, ansiosa por abrazarnos y al mismo tiempo temerosa de que el esfuerzo del afecto le soltase los puntos de la sutura. La escena se repitió muchas veces a lo largo de mi niñez y hasta bien entrada mi adolescencia, de modo que me sentía un huérfano intermitente, un hijo transeúnte, un muchacho pensativo y escéptico que temía encariñarse con alguien a punto siempre de morir. Cada vez que ingresaban a mi madre en un sanatorio, yo abría el armario de su habitación, me abrazaba a sus vestidos vacíos y con lágrimas en los ojos le confesaba mis verdaderos sentimientos a toda aquella ropa despoblada. Fue mi secreto hasta no hace mucho. Para ella seguirá siéndolo porque jamás lee lo que escribo. Y yo me contengo de contárselo porque, ¿sabes, colega?, entonces se le metería en la cabeza que no volveré a sincerarme con ella hasta que la muerte vacíe de nuevo sus vestidos. Mi madre ahora también se contiene de tomar la iniciativa y abrazarme. A veces la miro en silencio mientras almorzamos y hasta me parece que sus ojos estén a punto de llorar su muerte en los míos.