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Lana Worcester (V) por José Luis Alvite

La Razón
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Me consta que Lana Worcester se reprochó muchas veces su incapacidad para saber en qué momento tendría que bajar la defensa de sus modales y permitir que ocupase su lugar el placer de sus instintos. A eso se refería en su carta al decirme que «es probable que al resistirme frente a las tentaciones la mía sea una actitud demasiado solemne y sin duda equivocada, y me preocupa que algún día maldiga mis prejuicios y tanta corrección, tal vez en el instante mismo en el que por desgracia se me confirme la idea de que lo que durante años le he escuchado a mis amigos no ha sido más interesante que lo que a la misma hora hacían las yeguas y los caballos en el establo, entre otras razones porque los conocimientos culturales de los que pueda presumir no harán que me sienta más orgullosa que si los hubiese sustituido a tiempo por las experiencias que tuviese que callar (…) Le he dado muchas vueltas a nuestra conversación durante la cena en el Gran Hotel, y aunque me cueste admitirlo, he de reconocer que tenías razón cuando me dijiste que hay momentos en los que lo que de verdad importa no es quien ordene tu alma, sino quien deshaga tu cama (…). No sé si volveremos a vernos. Lo deseo y al mismo tiempo temo que suceda. A los Worcester nos enseñaron a disfrutar sin que se asusten nuestros perros. No dudo que podría sucumbir a la tentación de ese descaro del que me hablabas, pero llegado el caso, creo que te resultaría áspera y artificiosa, demasiado prudente para malograrme, y entonces te harías de mí la idea de haberte relacionado en la intimidad con alguien que por más que intente evitarlo, siempre parecerá una mujer en cuyos besos no hubiese más saliva que en el último sorbo del té».