Sevilla
Generación XVI: Jóvenes con los pies en la tierra
Aquel muchacho no tenía nada de especial. Permanecía de pie al otro extremo del polideportivo,sin camisa, unos pantalones cortos y el jabón de la ducha todavía resbalándole por la espalda. Era rubio, de tez pálida y los ojos claros. Y su rostro todavía no delataba ninguna expresión significativa, ninguna marca o arruga de las que retratan la edad. Con una mirada sucinta, cualquiera deduciría sus años: un veinteañero corriente.
A su lado, hay un grupo de compañeros. La nacionalidad, del Este o por alguna geografía de por ahí. Entre ellos, juegan a la chulería, presumen de jactancia, que a esa edad uno va cargado de eso y de muchas más cosas. Miran por encima del hombro a todos. Todavía se creen invencibles. Todavía no han vivido lo suficiente.
Una chica sorprende a nuestro muchacho por detrás. Es delgada, fina, de cara angulosa y con un azul claro en el iris . Viste con «shorts» grises y una camiseta de tirantesmojada por el pelo húmedo. No espera a que él la descubra. Le abraza. Permanecen durante un rato juntos, sin separarse. No hay más palabras que el gesto. Los amigos optan por dedicarse a lo suyo, que en esa intimidad sobran, que de lejos se ve que están de más, ellos y el mundo de alrededor. Podría ser cualquier pareja de las que se mueven por Malasaña, Huertas o Lavapiés, aunque algunos les nieguen la prerrogativa y los observen con recelo. En sus mochilas llevan lo hanormal para los chavales de su compás y tercio. Uno distingue la ropa de moda, el cable negro del móvil y el blanco para el iPod entre deportivas, vaqueros y alguna «Ray-Ban» sin sol de mediodía en los espejos. Provienen de otros países, pero todos reconocen a Shakira. En un pabellón próximo, un grupo de francesas, que recogen sus pertenencias, repiten el estribillo de la cantante colombiana. El tema suena por megafonía. Cerca, otros chavales siguen el ritmo entre bromas. Es el último día, día de despedidas. Y la verdad es que, aparte de las mochilas de la JMJ, apenas existen diferencias entre esos muchachos y los que han apurado la noche en una barra. Una canadiense, Jena, observa con sorpresa el Vía Crucis. «Me parece impresionante», asegura. A su lado, otra norteamericana, pero con rasgos orientales, camiseta rosa y melena negra, asiente.Su nombre, Angélica: «Me encantan los detalles de las figuras (tallas)». En una altura intermedia, de las que se levantan con andamios, unos voluntarios observan el paisaje. Cuando termine su turno, piensan en improvisar una ronda de cañas en las calles adyacentes. Ellas pasan de la cerveza y se entretienen con otras preocupaciones. El estudio, la escasez de profesores que colmen sus inquietudes, la falta de trabajo y salidas profesionales, la crisis que apenas les deja opciones, los caraduras que se han forrado durante estos años, arruinando el paisaje de su futuro y juventud. Eso es lo que traba su conversación. ¿Les suena el discurso?
En El Retiro, Joe presume de cabeza rapada y de una cresta punk color naranja que llama más la atención que las barcas del lago. Viste botas militares, vaqueros ajustados y una camiseta desastrada. Ha venido a España desde Gran Bretaña y trae con él toda la estética de la Inglaterra industrial y obrera. Aporta las razones que le han empujado a venir a Madrid y apoyar la visita del Papa. Pero eso ya se ha contado en días anteriores. A su lado, Matt, flacucho, con acné y gafas de ocasión, está preocupado. No entiende por qué su Eos 1100 D saca unas imágenes tan oscuras cuando fotografía a sus amigos en sombra y a contraluz. Pregunta. Quiere que alguien le enseñe a utilizar la cámara para llevarse un recuerdo. En ese momento le importa muy poco el mensaje pontificio. Su preocupación es la cámara que se ha comprado y que no le obedece ni hace lo que él quiere. Está un poco disgustado y se va por el camino maldiciendo en anglosajón o lo que sea que hable. Se les junta, entonces, a él y a Joe, un grupo de hippies españoles. En un idioma medio inventado, Joe les revela los secretos para hacerse una buena cresta punk. Se despiden con un «thank you» muy «spanish» y un «welcome» muy británico, como si entre ellos dos no existieran diferencias.
Cada uno de un lugar
Un muchacho con el pecho descubierto se ha aupado hasta lo más alto de un palé sobrecargado con latas y botellas de agua. Otea el horizonte de ese Woodstock que se ha montado en Cuatro Vientos. En la megafonía suena U2 y otra música radiofónica. Lleva el pelo cardado en unas rastas largas, baila moviendo los brazos. Nadie imaginaría una estampa como la de él en un lugar así. La gente se pasea con las mangas recogidas; ellas, a veces, lucen bañador, y ellos pasan de atuendos que resulten innecesarios. Bailan. Los grupos se conocen, se juntan con los de al lado, chapurrean lenguas. A su pies hay una acampada de sacos de dormir, aislantes, esteras, bolsas de comida y muchos litros de agua apurados hasta la última gota. Algunos conversan. Tienen plan para días posteriores. Viajar por otras ciudades españolas como mochileros, de pensión en pensión y de hostal en hostal. Ya saben lo que es sobrevivir en este turismo «low cost» al que están abocadas hasta las clases medias por gentileza de Wall Street. En pocos días se les verá esparcidos por las calles de Granada, Sevilla y otras córdobas del sur, como hacen otros compañeros y chicos de su edad, también procedentes de nacionalidades y países diferentes.
A casi todos les gusta la misma música, a casi todos las mismas películas, a casi todos, los mismos videojuegos. Son tan comunes estos muchachos que no escapan ni a los tópicos veraniegos, a las escenas habituales, ésas que se ven en todas las playas de la costa cuando asoman los últimos días estivales. Como esa pareja del principio. Él, del Este; ella, de a saber dónde. Se han conocido aquí, como se podían haber conocido en Benicàssim. Se dicen adiós. Hace veinte años, sería para siempre. Hoy, tienen Skype.
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