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Más allá del mal
Viaje al corazón de las maras, las bandas que asolan Centroamérica con una violencia sin límite
Aquí la "clica"–la pandilla– mata, para y controla», leemos en un muro de la Campanera, conocido también como el «Barrio Roto». En estas calles dos bandas, la Mara 18 y la Salvatrucha, libran una batalla a muerte que se extiende por todo El Salvador.
Durante la guerra civil muchos salvadoreños inmigraron a Los Ángeles en busca del sueño americano. La mayoría de ellos, sin oportunidades, quedaron excluidos en los barrios más marginales donde proliferaron las bandas en los años 80. Pronto pasaron a engrosar sus filas hasta que, en 1992, se firmaron los acuerdos de paz y miles de salvadoreños fueron deportados desde EE UU hasta El Salvador, exportando también sus métodos pandilleros.
La MS13 o mara Salvatrucha (nombre que se les da a los salvadoreños en EE UU), es una de las dos maras más potentes de El Salvador. También funciona como sucursal de la pandilla que lleva el mismo nombre en Los Ángeles, llamada así por la calle 13 de esta ciudad. Los miembros de la MS13 se cuentan por millares y se enfrentan por el territorio a los otros miembros de la otra gran mara de la ciudad, la M18. Con el paso de los años, los mareros se hicieron con el control de las calles, donde extorsionan, venden droga, atracan y asesinan.
Krusty es el «palabrero», líder, de la M18 en una zona de las afueras de San Salvador llamada Chalchualpa. Mientras serpenteamos por las empinadas calles, se comunica constantemente por teléfono con sus hombres para certificar qué zonas están «liberadas» de policías, militares y «bichos» (delincuentes comunes).
Finalmente optamos por el patio de su casa. Con el rostro tapado por un pañuelo rojo, confiesa sus pecados. «Todo pandillero se ha levantado alguna vez a las tres de la mañana con remordimiento de conciencia y no ha podido volver a conciliar el sueño pensando a cuántas criaturas dejó sin padre. No hemos sido inteligentes. La violencia se nos fue de las manos. Este negocio se puede llevar sin tanta sangre, sin hacer tanto ruido y salir todos los días en los diarios».
Krusty pone como ejemplo una granja que está montando con la ONG Homies Unidos. Con una mente empresarial y un poder de cálculo asombrosos, empieza a echar cuentas: «En dos años tendré miles de huevos circulando en el mercado». Sin embargo, admite, «todavía queda mucho para que abandonemos las calles por las gallinas».
Funeraria, un buen negocio
Otro negocio que baraja montar es una funeraria. «Sólo con los jóvenes que enterramos sería bien rentable, además podríamos enviar a algún "bicho"a ofrecer nuestros servicios a las pandillas rivales». Antes de irnos se «arma» un «cocopaz» –cigarro de marihuana mezclado con piedras de crack– y finaliza nuestra charla con cierto aire de nostalgia: «Ya no hay códigos, años atrás los chavales entraban a los 14, ahora algunos entran a los ocho. Estos cerotes –mierdas– están locos, sólo quieren aparentar y ser lo más respetados a base de matar».
Cuando coge a su hija en brazos, al ver su expresión de ternura, se nos olvida que ha matado a sangre fría y que, algunas veces, lo ha hecho con una crueldad inusitada hacia sus víctimas. Orgulloso de sus actos, la lágrima tatuada al borde del ojo es una reivindicación patente de ese acto.
En su destartalado y sucio jeep nos lleva a otra casa. Allí nos abandona ante una puerta de hierro que golpeamos tímidamente. A nuestro encuentro sale un marero sin camisa, con el rostro tapado por un pasamontañas azul y un pitbull amarrado con cadena. Pese al recibimiento, pronto nos hace pasar. En el interior nos esperan otros miembros de la 18 que Krusty reclutó para nuestra entrevista. Todos rozan la veintena.
Comienza el show: primero nos enseñan sus cicatrices de guerra, luego las armas y por último los tatuajes que marcarán a hierro sus destinos hasta el fin de sus días. «Sólo hay tres caminos: el hospital, el cementerio o la cárcel. Claro que vemos cómo muchos de nosotros acaban muertos, pero así es nuestro estilo de vida», asegura el más alto apodado «Risa Loca». «Antes era diferente, ahora nunca andamos en grupo ni a pie. Nos movemos en coche o en bicicleta para evitar ser acribillados o detenidos por la policía», dice.
Celdas para treinta
Las maras han sido fuertemente reprimidas durante los últimos gobiernos. Leyes inconstitucionales fueron promulgadas y permitieron el arresto arbitrario de miles de mareros, detenidos por «la cara», por sus tatuajes o simplemente por sus comportamientos peculiares.
A pesar de la represión policial, que muchas veces es totalmente arbitraria, ya que cae sobre todos los que llevan el «look» pandillero, los crímenes no cesan de aumentar y hoy los mareros están aprendiendo a diluirse en la masa, ya no se tatúan los signos de pertenencia y tampoco se visten de manera sugerente, todo lo que les convertía antes en dianas potenciales.
Es una estrategia para despistar a la policía y fundirse en el paisaje urbano. Por el contrario, el lenguaje gestual codificado que se expresa con manos y dedos no ha desaparecido. Hay otras tradiciones que prevalecen. Abandonar una pandilla no es fácil. Algunos, sin embargo, lo consiguen metiéndose en sectas religiosas. Estos son, por decirlo de alguna manera, indultados por sus compañeros de mara; los otros, se la juegan, porque renunciar es como renegar y eso se paga con la vida.
Para entrar en una mara hay que aceptar sus leyes y sus códigos particulares, también hay que matar, preferentemente a un miembro de la mara rival. El marero ha de ser fiel a su organización y a la jerarquía que la estructura; además del asesinato ritual, deberá pasar un rito iniciático que consiste, para la M18, en recibir una paliza: patadas y puñetazos, por todo el cuerpo, durante 18 segundos; sus mismos compañeros se encargarán de dársela.
El otro capítulo de esta guerra se vive en las prisiones. Las cárceles de El Salvador son una olla a presión, desbordadas por un número de internos que triplica su capacidad. Un ejemplo es La Esperanza, también conocida como lL Mariona, inicialmente construida para albergar a 800 presos y actualmente ocupada por casi 5.000 reos. La prisión fue el escenario del peor amotinamiento de la historia de El Salvador cuando en 2007 miembros de M18 asesinaron a 32 presos. Desde ese momento, los mareros están encerrados en prisiones según su pandilla.
Para entrar en La Mariona hay que armarse de paciencia. El primer registro corre a cuenta de cinco militares con el rostro cubierto. Los efectivos prefieren ocultar su identidad tras los últimos asesinatos organizados por teléfono desde el interior de las prisiones. Subimos una cuesta, llegamos al segundo control, éste ya a cargo de los custodios. Se abren las puertas de hierro. El patio interior alberga dos celdas. La de la izquierda es de presos comunes. La mayoría de ellos permanecen sentados, leyendo la Biblia o mirando al vacío. «Amigo, somos 26 en una celda donde apenas caben 10, además nos golpean», gritan desde el fondo.
En la celda de la derecha, 30 mareros de La Salvatrucha aguardan en similares condiciones. «Vamos a ser trasladados a otro penal con los nuestros», afirma uno de ellos sin un ojo, perdido dice en una trifulca. Seguimos caminado. El custodio nos acompaña hasta lo que ellos denominan «la frontera», la última puerta que conduce hacia el patio de presos ordinarios. «Le espero aquí», nos dice el funcionario de prisiones. «A partir de esta línea ellos son la ley, pero no te harán nada. No quieren problemas y hay francotiradores en el tejado».
O cambias o mueres
La puerta se cierra, quedamos en mitad de un patio atestado de presos. Ropa tendida, alguno reza de rodillas. Otros rapean a capela o levantan pesas improvisadas con bidones de agua.
Varios de ellos nos invitan a entrar en las celdas que ocupan los muros laterales. «Queremos que veas cómo vivimos, hacinados como ratas», exclaman. Algunos duermen en colchones en el suelo, otros colgados de hamacas en el techo. Las condiciones de higiene dejan mucho que desear.
En las prisiones de El Salvador los detenidos tienen derecho a mantener relaciones sexuales, sea con personas del exterior o con otros detenido/as, en lugares íntimos, y esto una vez al mes, o todos los quince días para los prisioneros modelos. La ley permite a las mujeres guardar a sus bebés si han nacido en la cárcel hasta que cumplan cinco años; pasada esa edad son remitidos a la familia de la madre o del padre.
Hay actividades que permiten la reinserción de los prisioneros, estos últimos pueden aprender a leer y escribir, también pueden aprender un oficio –Programa Yo Cambio– en los talleres de carpintería, producción de marcos y otras muchas actividades susceptibles de ayudarles a reintegrarse en la sociedad. Sin embargo, los medios puestos a disposición son escasos y los prisioneros tienen pocas posibilidades de vender el fruto de su trabajo en el exterior por falta de estructuras adecuadas.
La nueva Administración del presidente Mauricio Funes puso en marcha otro programa, denominado Corrupción Cero, con el que intenta limpiar las cárceles de drogas, armas y empezar a formar a los custodios. Además, tres nuevas prisiones están en fase de construcción.
¿Cuál es la solución? ¿Mano dura, cárceles o compresión? El problema de fondo es más complejo. La oligarquía salvadoreña acapara aún la mayoría de las riquezas del país mientras el pueblo vive en una pobreza estructural que afecta a más de la mitad de la población. En este escenario las maras son los hijos perdidos, furiosos y violentos, la expresión de esa injusticia. Abocados a la muerte o a la cárcel, los propios pandilleros se convierten en víctimas de esta historia sin final feliz.
No salir de pobre
La guerra entre pandillas fue retratada con dureza por el periodista español Cristhian Poveda, en su documental, «La vida loca». La película le costó la vida. Hace dos años, el fotógrafo fue asesinado supuestamente por los propios pandilleros de la 18. Uno de los protagonistas de este filme, Luis Romero, ex pandillero y miembro de la ONG Homies Unidos nos aclara: «La culpa es del sistema que no ofrece oportunidades a los jóvenes, saca el ejercito a las calles y sólo sabe implementar políticas de mano dura». Y agrega: «El pandillero es también una víctima utilizada por la propia policía, que los extorsiona para sacar tajada de las recaudaciones semanales de la mara. Los mareros sólo se dedican al narcomenudeo, los cárteles de la droga mexicanos nunca les dan grandes cargamentos. Un marero nunca saldrá de pobre».
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