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La subvención como anacronismo por Pedro Alberto Cruz Sánchez
Cualquier política cultural que se plantee en la actualidad ya no será juzgada tanto en función de criterios de programación y excelencia cuanto a partir de la capacidad que tenga para definir una nueva estructura de financiación. La realidad no necesita ser exagerada un ápice para que en este momento resulte extrema: el tejido cultural español se muere. Y este proceso de degradación está afectando por igual a la llamada cultura institucional u oficial y a los niveles de base. Nadie escapa a los rigores de una situación que ha puesto en evidencia la debilidad máxima de un sistema cultural como el español, consolidado durante las últimas décadas alrededor de dinámicas perversas basadas en la desidia y en los esquemas fáciles de clientelismo y derechos adquiridos.
El núcleo de este problema transparenta una actitud estremecedora: en España, la cultura jamás ha interesado. Esta aseveración podría resultar tanto más provocadora e injusta cuando un repaso a la primera década del siglo XXI permite constatar el crecimiento incesante de los presupuestos públicos dedicados a la cosa cultural, así como la multiplicación casi pandémica de equipamientos culturales por cada coordenada de la piel de toro. Pero éste es precisamente el indicador incontrovertible del desinterés que ha sufrido la cultura durante nuestra democracia: nadie hasta el momento se ha preocupado de generar un marco legal sensato y eficiente que favorezca su autonomía económica. Desde un punto de vista presupuestario, la cultura siempre ha sido ese excedente o lujo consentido que ha sido favorecido en mayor o menor medida dependiendo de la coyuntura económica atravesada. Si las cosas iban mal, la cultura mostraba síntomas de auténtica asfixia; si, por el contrario, todo era felicidad, las dádivas daban incluso para abastecer esta región periférica de los presupuestos locales, autonómicos y estatales.
Cuando, en los años previos a la crisis, la cultura ha disfrutado de los mayores presupuestos de la historia de España, no han sido pocas las voces que se han apresurado a airear la apuesta firme y convencida que desde las diferentes administraciones se realizaba por todos aquellos sectores incluidos en su perímetro. Aunque, para ser rigurosos, si de verdad hubiera existido tal apuesta se hubiera aprovechado el contexto de alegría económica existente para «desoficializar» la cultura, y arbitrar un programa de incentivos fiscales capaz de estimular la inversión privada. Lejos de esto, los ingenieros de la Hacienda Pública siempre han considerado que todos aquellos fondos que se dejaran de ingresar a resultas de los beneficios fiscales recibidos por los mecenas de la cultura era dinero que se retraía para menesteres mucho más serios y nobles. El contrasentido ha venido dado por el hecho de que nadie ha dudado en consagrar enormes sumas al alimento de esa política histérica y demencial de subvenciones y auditorios para todos, y, en cambio, siempre ha existido un rechazo frontal a sacrificar cantidades mucho menores a la concreción de un régimen fiscal favorable a los intereses a largo plazo de la cultura. Si después de subrayar este sinsentido, todavía hay quien se atreve a defender que, durante los últimos años en España se ha apoyado la cultura, entonces sólo cabe admitir que cuanto sucede en el presente es algo sobradamente merecido.
El sector cultural español se encuentra desorientado en estos momentos; no sabe cómo reaccionar ante una situación en la que las ayudas de las administraciones han desaparecido probablemente para siempre. Es más: la dependencia que muchos agentes han desarrollado del fenómeno de la subvención es tal que no conciben alternativa posible que no pase por una reactualización más o menos encubierta y maquillada de las ayudas directas. En España, la cultura no sabe funcionar sin subvenciones; la educación que, además, han recibido de las administraciones durante los años de oro de la economía no ha hecho sino reforzar un sistema de creencias que ha puesto al borde del abismo a toda la arquitectura creativa autóctona. El problema es que no hay más tiempo para lamentaciones y diagnósticos: o se activa ya una Ley del Mecenazgo a la altura de las circunstancias, o la cultura española va a desaparecer irremediablemente, y en un plazo breve de tiempo. Las subvenciones nunca más van a volver: no solamente no son sostenibles sino que en sí mismas constituyen un anacronismo, la evidencia de una forma simplista, arcaica y escasamente competitiva de comprender la cultura. Es el momento de actuar y dejarse ya de nostalgias. Bien gestionada, la desaparición de las subvenciones nos hará más fuertes.
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