Historia

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Yuri Gagarin

La Razón
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Hace cincuenta años un tal Yuri Gagarin fue lanzado al espacio metido en una cápsula casi esférica, una especie de gigantesca pelota pateada desde una estación de lanzamiento en la Unión Soviética, en plena Guerra Fría, en un momento en el que el cosmos era todavía un territorio prácticamente desconocido, casi un concepto poético. A los soviéticos les salió bien aquella historia y la difundieron con relativo detalle, porque para el Kremlin además de un logro técnico y de un hito histórico, suponía una conquista ideológica. Con Yuri Gagarin resbalando en posición fetal por el espacio comienza una década que por muchas razones iba a ser angustiosa, tensa, también convulsa; en cualquier caso, apasionante. En la Tierra vivíamos la mitad de la gente que ahora y a los libros de historia le faltaban páginas. Los rusos cambiaron entonces la dimensión de nuestros sueños poniendo a Gagarin en el espacio y modificaron el tamaño de la libertad levantando en ese tiempo el muro que dividió Berlín. En España todo ocurría con desesperante retraso. Yo tenía once años y cuando escuché en la radio la noticia del lanzamiento de Yuri Gagarin salí a la calle, miré a mi alrededor y comprendí que España era un país lento y atrasado, tosco y marrón, en el que, con honrosas excepciones, los hombres en los velorios tenían peor aspecto que los difuntos y las mujeres de cierta edad se parecían horrores a Pancho Puskas. Ahora con motivo de la conmemoración de Gagarin recuerdo aquellos años y aunque reconozco que fueron miserables y mezquinos, en cierto modo los echo de menos. Debe ser verdad que con el paso del tiempo la memoria disimula la tristeza y ennoblece el horror. Será por eso que yo recuerdo la proeza de Yuri Gagarin como el comienzo de un rutilante tiempo de flores, de angustia y de canciones, los trenes de mi niñez se fueron quedando sin humo y en el Berlín dividido los espías se intercambiaban secretos estratégicos sentados en los bancos de los parques con un periódico abierto del revés en las manos y un redoble de palomas picoteando pistachos cifrados a sus pies. El mundo es mejor ahora, sin duda, aunque las atletas ya no sean tan competitivas como aquellas chicas soviéticas que cada vez que tenían un problema ginecológico se hacían mirar los remaches del útero en una ferretería secreta en Sebastopol.