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Perro de leña
Como si quisiese saldar una deuda afectiva que tengo con ella, ayer le dije a mi querida Ana Serrano que el día menos pensado nos reuniremos a cenar en cualquier restaurante entre la niebla y la bruma, «y estaremos el uno frente al otro, y tan cerca, que nos separarán apenas el tictac de los relojes y la llama de la vela». Ella se sorprendió mucho de semejante arranque y dijo que no creía haber dado motivo alguno para que me fijase en ella pensando en esa cena. Ana Serrano nunca sabrá lo importante que ha sido y sigue siendo para mí. Sus pies pisan a seiscientos quilómetros de donde pisan los míos, pero yo sé que jamás pierde de vista mis huellas y está pendiente de que mis pasos no pierdan el rumbo si por lo que sea les vence de repente el sueño. A una cena como la que le debo a mi querida Ana Serrano tendría que haber invitado a una muchacha a la que conocí en el otoño del 93 la primera vez que me senté sobre el regazo de mi cadáver en un banco de madera del sanatorio psiquiátrico de Conxo. Vestía como si ella misma se hubiese maniatado frente al espejo del baño y se paseaba muy nerviosa de un lado para otro del maldito pasillo, como si le quemase los pies el suelo. Se detuvo, caminó cuatro pasos hacia mí, y con su aliento en la foto finish del mío, me dijo: «Supongo que te preguntas por qué cojones camino de un lado para otro a tanta velocidad. ¿Quieres saberlo, colega? Pues te diré que camino de un lado para otro a tanta velocidad porque por muy abajo que haya caído yo, me jode que llegue todo el polvo al suelo». No dije nada. Yo estaba en lo mío y fumaba tanto que el humo se me amontonaba como la lana a una oveja. La muchacha dio otra carrera recogiendo en el miriñaque de sus aspavientos el polvo entreverado por la luz de las ventanas del sanatorio y regresó a mi lado con una pregunta: «¿Tú también te has escapado de la calle?». A veces creo que es por aquella muchacha por quien lloro cuando lloro sin motivo. Aquella mañana, mientras esperaba sentado en aquel banco de madera mordisqueado por la termita de la luz eléctrica, escribí en un pedazo de papel: «Me ronda una muchacha husmeante y nerviosa que yo creo que se sostiene sobre el esqueleto de su perro muerto».Ahora estoy mejor que cuando conocí a aquella muchacha cuyos pies hacían ladrar como a un perro de leña el suelo del psiquiátrico. Y sin embargo, ¿sabes, Ana Serrano?, sin embargo, sé que necesito esa cena con bruma y nubes bajas, aunque sólo sea porque quiero saber qué se siente al compartir contigo en la penumbra el gótico aliento destemplado de la posteridad mientras la flácida llama de cera se ahorca estilizada en la vela. (A la dulce Naría Lucía, para que no se arrodille ante la muerte).
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