Historia

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Un espía de la «quinta columna»

Carisio vivió los tres años de la guerra en Madrid y, sin pegar un tiro, ayudó a los nacionales, mientras sobrevivía 

Un espía de la «quinta columna»
Un espía de la «quinta columna»larazon

Fidel recuerda los comienzos de la guerra. Repite que pasó hambre, mientras en la residencia Adavir de San Agustín de Guadalix le acompañan a comer y le cuidan con mimo. «Ese hambre no se olvida», vuelve a repetir. Fidel estaba en su pueblo, en Balconete, donde se enteraron de que empezaba el desastre por el periódico del médico. Poco después le llamaron a filas, obligado a luchar: le toco en un lado. Le podía haber tocado en otro y hubiese tenido que luchar también. Él no sabía de política, él araba en el campo.
Para muchos la guerra y sus circunstancias superaron su voluntad, otros agudizaron el ingenio para resistir y acabar sin pegar un tiro, aunque la contienda partiese en dos su vida de manera irremediable. Carisio iba a ser ingeniero agrónomo, había aprobado dibujo antes del verano de 1936. Nunca lo fue, ahora presume de licenciatura en Derecho. Los tres años que pasó en Madrid, sospechoso en zona roja, le cambiaron la vida y le enseñaron a sobrevivir en las dificultades. A falsificar, por ejemplo, un documento de una brigada anarquista y así tener papeles para coger la comida. A aprovechar a un amigo médico para que le diagnosticara que era inútil y, por tanto, que no podía incorporarse a las filas republicanas. Carisio, que oyó por la radio, en su casa de Rosales esquina Marqués de Urquijo, cómo comenzaba la guerra, la acabó en otra casa en otro punto de Madrid, como miembro de la Brigada 28 de la Falange, es decir, como un «quinta columnista». Ni siquiera conservó su nombre. Durante esos años se llamó José.
En la Guerra Civil, tanto el espionaje como el quinta columnismo ayudó a ambos bandos a vigilar al enemigo. Con una diferencia. «En el lado republicano había más desorganización y no supieron aprovechar su potencial», explica José Ramón Soler Fuensanta, coautor del libro «Soldados sin rostro». «En criptoanálisis, o descriptación como se llamaba entonces, los dos bandos eran muy buenos, pero en el bando nacional, por ejemplo, si conseguían descifrar una clave de los mensajes republicanos, esta información se pasaba a todos los trabajadores de los servicios de información y ya nadie más dedicaba su tiempo a descifrarla».

El arma es la información
El espionaje y el criptoanálisis eran especializados, profesionales que sabían moverse entre sombras, cruzar de un lado a otro pasar horas ante mensajes ininteligibles para obtener una información que fuese aprovechable. El quinta columnismo fue otra cosa, más amateur, de personas a las que la guerra pilló en bando contrario «que no tienen armas, que no pueden salir y con lo único que pueden ayudar es con la información», cuenta Soler Fuensanta.
Dos veces tuvo que pasar Carisio el informe médico que acreditó su inutilidad para el Ejército republicano. La primera, con ese amigo, que fue tan exhaustivo, tan profesional en la revisión, que cuando salió, Carisio pensó que estaba enfermo de verdad. La segunda vez le llamaron y estuvo a punto de caer, pero logró, otra vez, que el médico amigo le diese los documentos que le acreditaban como incapaz de luchar.
Eso le hacía poco sospechoso ante las miradas ajenas y nadie se fijaba en él cuando en el tranvía transportaba bajo la ropa armamento de la Falange. Tenían miedo, pero la supervivencia te hace audaz, explica Carisio. Trabajó para la Falange en Madrid, se jugó la vida porque si le pillaban le podía pasar de todo. «Aunque el bando nacional –dice el autor de «Soldados sin rostro»– fue más duro con los quinta columnistas. Eran más radicales en la represión cuando pillaban a alguien, lo que hizo que hubiera menos en su lado. En el bando republicano tenían más garantías legales».
Los quinta columnistas apenas se conocían unos a otros, así, en caso de ser cazado, sólo caía uno. Carisio hacía lo que le mandaban. Transportar cosas, dar algunos mensajes, pequeñas acciones, que le ponían en peligro. Era un chiquillo que estaba aprendiendo a sobrevivir en la adversidad. Nunca se lo dijo a su padre, un magistrado, porque pensaba que él nunca lo hubiera permitido.
Con esos pequeños trabajos, con el azar de cara para salvarse en momentos clave, como cuando en la fila de comida un dirigente pidió los documentos justo al de delante, vivió hasta que la capital no resistió más. Carisio, que empezó huyendo, termina la guerra como miembro de Falange y con la victoria. O eso creía él. «En Madrid idealizabas a los tuyos. No sabías que pasaba más allá y tú echabas una pequeña mano. Pero al acabar la guerra y al descubrir lo que habían hecho los de un lado y otro...». Más que la victoria a Carisio Fernández le había llegado el desencanto.