Crítica de libros
Libros para dar ejemplo (II)
Ya en el periodo llamado alto Renacimiento Baldassare Castiglione, a quien uno de sus biógrafos describió como «un ejemplo de perfección» que los lectores deberían imitar, en un pasaje del diálogo «El Cortesano», guía para el comportamiento de sus contemporáneos, sostiene que «la vida del príncipe es ley y maestra de los pueblos, hasta el punto de resultar necesario que de las costumbres de él procedan las de todos los otros».
El sectarismo, la incompetencia, la falta de talento y la corrupción son hoy cuatro de los nombres más ubicuos de la vulgaridad política y balizan la deriva de la sociedad a la suciedad. Cada función social genera su propia ficción social, una representación o simulacro de virtudes que adjetivan el cargo, por eso todavía llevan peluca venerable los magistrados ingleses, por eso llegan en carruaje de caballos los embajadores que presentan credenciales, y por eso se conviene que un funcionario ha de tener probidad, como un general coraje y un cura caridad.
Modelos de conducta
Las cosas son lo que son y se desnaturalizan cuando se las fuerza a ser otra cosa, por eso trasladar la vulgaridad a los parlamentos o las aulas es malversar esas instituciones. Los políticos y los profesores tienen dos maneras de influir sobre la sociedad: lo que ellos hacen y lo que ellos son. Lo que hacen es, en un caso, leyes que aspiran a cambiar las cosas; en otro, añadir al hombre lo que necesita para ser hombre; pero lo que ellos son no es menos importante, porque su modelo de conducta ejerce una pedagogía en nuestras vidas y se convierte en fuente de moralidad social. El sentido de la ejemplaridad individual y de la ética de la responsabilidad de las personas públicas suele ser un termómetro infalible para medir la salud o la fiebre de la sociedad, cuando los políticos o los rectores se constipan lo previsible es que estornude toda la sociedad. En el más reciente de sus volúmenes de ensayos «Ingenuidad aprendida» (2011), Javier Gomá nos convoca a devolver la seriedad perdida a una sociedad en la que predomina el nihilismo irresponsable del todo vale y a dar una vuelta de tuerca más a la ejemplaridad, con el objeto de liberarla de su secular aristocratismo: «puesto que vivimos en una sociedad igualitaria, en la que todos podemos ser un ejemplo para los demás e influir en ellos, tenemos también la responsabilidad de pasar de la vulgaridad a la ejemplaridad», como un valor superior al pragmatismo y el oportunismo.
No es lo mismo que nos gobierne una purriela de corruptos, con una laxa conciencia política que unos políticos ejemplares que personifiquen la dignidad y a honradez de la función representativa, como dice con su característica prosa descarnada Alejandro Nieto en dos de sus libros imprescindibles acerca del mal funcionamiento de nuestras instituciones –«El desgobierno judicial» (2005) y «El desgobierno de lo público (2008)»–. No es lo mismo que estén al frente de nuestras instituciones inmaduros que hacen suyos los ideales adolescentes de arreglar el mundo ignorando las constricciones de la realidad y viven en un universo voluble de fantasías, que personas conscientes de su modestia –una virtud individual que reaparece tras un extenso periodo en el que se pretendía haberla convertido en superflua– y de sus posibilidades de error.
«Cada hombre es un ejemplo», escribe Gomá, y hay vidas ejemplares, mediopensionistas y auténticas calamidades. «Sé ejemplar», «sé excelente», «que tu vida sirva de guía a los demás» parecen máximas herrumbrosas y, sin embargo, deberían ser la única educación para la ciudadanía en una sociedad abducida por las palabras huecas y los engañosos encantos de lo que ahora, en la época postcolonial, se llama relativismo cultural y constructivismo social, con el sesgo antirracionalista y anticientífico de sus versiones más recientes, que tantas afinidades guardan con las formas del Romanticismo y de la Contra-lustración de las que se ocupo con éxito Isaiah Berlin en su «Las raíces del romanticismo» (2001).
¿Es ingenuo Gomá? ¿Lo fueron Sócrates, Montaigne, Condorcet o Spinoza al proclamar que la sociedad luce mejor con la virtud que con el vicio? Lo malo es que no sólo resultan ingenuos, sino rompeguitarras, cenizos o moralistas que se agarran a venerables conceptos como la garrapata a su perrazo caliente. No está bien visto hablar de la miseria de las cosas grandes, es de mejor tono hablar de la grandeza de las cosas pequeñas, como aquel poeta japonés que se lamentaba de la invasión de las tribus mongoles en el siglo XIII no porque hubiera traído muerte y desolación, sino porque había destruido el arte del te que resumía la autenticidad de una cultura ancestral.
Tony Judt reprochó a quien fuera primer ministro británico Tony Blair y a su proyecto de Nuevo laborismo la levedad, la falta de ejemplaridad, al decir que era «un líder carente de autenticidad en un país carente de autenticidad». No es un diagnóstico singular, sino una epidemia a juzgar por lo que cada día leemos en los periódicos o escuchamos en los informativos. En los años treinta del siglo pasado Salvador de Madariaga anunciaba por media Europa que el atraso español quedaría superado gracias a la universidad española, que era entonces nuestra única institución con prestigio internacional, la única cuya ejemplaridad podía regenerar a las demás. Se refería sobre todo a la Central, que ahora se llama Complutense y que, más aún que otras instituciones del Estado, vegeta en una insípida gelatina de decadencia y bancarrota (los malos ejemplos siempre acaban en la bancarrota, pero en todos los casos se trata de la bancarrota de los otros).
Además de los textos de Gomá, recomiendo leer a Charles-Pierre Baudelaire, uno de los poetas que Umberto Eco no solo tenía en los anaqueles de su casa, sino que leía y continúa releyendo con gusto. Baudelaire, además de agavillar algunas flores del mal, que constituyen, su principal titulo de gloria, dejó inconcluso un ensayo sobre Bélgica en el que decía de ese país demediado –acerca del cual compuso una veintena de poemas de ataque («Amenitates Belgicae»)– que «est sans vie mais non sans corruption». También este diagnóstico parece mal de muchos y, con un optimismo de saldo, se anuncian por ello nuevas leyes para curarlo. Bien está, pero recuerda Javier Gomá que el mismísimo Louise Antoine Léon Saint Just denunció ante la Convención revolucionaria que «se promulgan demasiadas leyes, se dan pocos ejemplos».
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