Crítica de libros

El agua de las oblatas

La Razón
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Algo que siempre me ha inquietado mucho es la brevedad de los placeres, el desencanto que suele seguir de inmediato al instante inefable y sublime de sucumbir a las tentaciones. Hay placeres que al consumarme nos dejan un resabio de insatisfacción, incluso un regusto de asco, tal vez la inquietud de un remordimiento, como cuando después de una infidelidad se te mete en la cabeza que lo que era un agradable placer se ha convertido sin remedio en una angustiosa sensación de mala conciencia. Es como cuando comes despacio por temor a que al acabarse la comida su delicioso sabor se convierta sólo en algo expuesto a la vulnerabilidad de lo que ya sólo será un recuerdo. A lo mejor es que el placer donde reside es en el deseo de conseguirlo más que en el hecho de alcanzarlo. A mí me ha ocurrido que al besar a una mujer lo que intentaba era recordar en su boca el indescriptible sabor casi bautismal del beso que muchos años antes le había dado en sus labios a mi primera novia. Un tipo que atracaba bancos me dijo en una ocasión que sus últimos golpes los había dado con cierta desgana, casi a punto de arrojar la toalla y buscar empleo. «Me he convertido en un profesional del crimen y echo de menos la improvisación de los primeros atracos. Cada vez que planeo un golpe –dijo– tengo que tomar tantas cosas en consideración, que con la mitad del esfuerzo podría defender cualquier empleo y vivir relajado. El placer no puede causar abnegación, amigo». El caso es que aquel tipo había llegado a la conclusión de que la verdadera transgresión social ya no la representaba para él la libre decisión de atracar un banco, sino la ineludible obligación de trabajar en él. Había descubierto el placer de la rutina, las cosas corrientes: las rebajas, la vez en el dentista, la cola de la panadería, el infundado temor a la gripe, las asociaciones de vecinos y cosas por el estilo; es decir, había descubierto el placer que supone hacer cosas que no sea necesario ocultar. No sé si era sincero cuando me dijo aquello porque no he vuelto a saber de él. Le he buscado infructuosamente en las páginas de sucesos, lo que me hace suponer que se ha redimido o está enterrado. A mí me gustaría tener un plan como el suyo y caer en la rutina, aunque yo sé que en el fondo siempre sentiría la tentación de renunciar al agua envasada y beber en esa fuente pública en la que el agua sabe amniótica, prohibida y carnal como la afrutada vulva de las mulatas.