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La invasión de los terryjones
Si el escándalo era un recurso recurrente para artistas con afán de notoriedad (aquella chulería de Lennon: «Somos más famosos que Jesucristo»), las nuevas tecnologías dejan entrar a todos los que permitimos que nos escandalicen. El escándalo es un producto esencial de la cesta de la compra yanki y por eso Cocteau se atrevió a decir: «Los americanos son gente extraña: primero los escandalizas y luego te colocan en un museo». Seas una cabra, un asesino o un pastor de Florida, como Terry Jones, el entramado americano te premia con famas, aunque sean repulsivas, si guardas en la sesera el extraño premio de una tara con valor de mercado. La tara de Jones no es menor, pero su colérica ocurrencia (promover la quema del Corán) está al alcance de cualquiera. La idea podría haber sido de un pastor de Kansas o de uno de esos tipos que vocifera con la mirada extraviada la llegada del fin del mundo para las próximas horas, y qué decimos horas, minutos. Así que, subido sólo sobre su pequeñez paranoide no habría alcanzado tal dimensión. No, sin la colaboración necesaria. Sus ganas de bronca en el bar del pueblo se han convertido en un alud gracias a la torpeza o el interés de la CNN, Obama, la clac de internet, los radicales islamistas e incluso servidor, que también escribe del maniaco. Hecho crecer como un gigante de los cuentos de Swift, se ha convertido en portavoz de Occidente y demanda encuentros con imanes para alcanzar un acuerdo. Podría ser el primero de la invasión de los «terrys jones».
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