Europa

Londres

Aquel duro negociador

Llegó a Downing Street en 1997 como líder renovador del laborismo acuñando la fórmula de la Tercera Vía y acabó como un halcón de la política atlantista. En este viaje forjó una amistad duradera con José María Aznar.

Diana de Gales en 1996.
Diana de Gales en 1996.larazon

Como todo el mundo, yo había pensado que el proceso de paz de Irlanda del Norte iba a ser una negociación rápida, y me había comprometido a hacer una visita a España, aceptando la invitación de José María Aznar, el presidente del Gobierno español, a quien a la sazón tan sólo conocía escasamente, para pasar, junto con mi familia, unos días con él. Yo sabía que Aznar era un negociador duro, y un líder de partido fuerte y con éxito, pero poco más.

Éramos de familias políticas distintas, ya que él era el líder del Partido Popular, el partido conservador español, y me parecía que valía la pena conocerle mejor. Yo sabía de su dureza porque habíamos estado juntos en la negociación del Tratado de Ámsterdam, a finales de mayo de 1997, tan sólo unas semanas después de mi llegada al poder, y al año del comienzo de su primer mandato.

En Ámsterdam tuve que escuchar todo tipo de exigencias que complicaban las cosas, algunas de ellas correctas, otras heredadas del gobierno anterior, y estuve negociando duramente. Era mi primer acuerdo internacional, y no quería meter la pata. José María tenía una cuestión espinosa importante: necesitaba que el tratado reflejara la posición especial de España como receptora de ayuda europea y como país «grande» junto con los demás «grandes», no como país «pequeño». Eso suponía un problema para los otros «grandes», sobre todo para Alemania, liderada por Helmut Kohl.

Los holandeses intentaron la vieja táctica, apoyados por los alemanes, de dejar para el final las exigencias españolas. La idea era poner de acuerdo a todos los demás para después apretarle los grilletes al que seguía recalcitrante, que, por intimidación o por vergüenza, se veía obligado a doblegarse. «Europa te necesita. ¿Cómo puedes perturbar la estabilidad de Europa en un momento como este? ¿No tienes sentido de la historia? ¿Quieres ser responsable de un fracaso europeo?», etcétera.

Un montón de viejas patrañas, pero eficaz en un gran número de casos. Pero no con Aznar. Esperaron hasta que todo el mundo se pusiera de acuerdo, incluido yo, y después le ofrecieron un compromiso, ni bueno ni malo. Él dijo: «No, ya os he dicho mis términos». «Ah, sí, pero necesitamos saber tu última palabra», dijeron ellos. «Esa es mi última palabra», respondió. Luego añadió: «Me voy a la habitación de al lado a fumarme un puro». Cosa que hizo de inmediato.

Una Semana Santa
Lo intentaron todo. Wim Kok fue a verle y le dejó clara su desaprobación al estilo suavemente holandés protestante. Jacques Chirac intentó avasallarle en un estilo muy francés. Por último, Helmut Kohl se puso de pie y trasladó su considerable peso hasta la habitación de al lado, con aspecto de ogro en busca de un erizo. Volvió desconcertado. Inexplicablemente, el erizo se había negado a que le aplastaran. Kohl se volvió hacia mí. «Tú eres nuevo, como él», exclamó. «Ve e inténtalo».

Fui a la habitación donde estaba sentado José María, tan sólo él con su intérprete y su puro, que estaba fumando como si no tuviera ninguna preocupación en este mundo. Prescindimos del intérprete y hablamos en francés. Le solté una perorata sobre lo importante que era aquello, le dije que aquella negociación pendía de un hilo, que únicamente él podía salvar la situación, y concluí diciendo lo realmente decepcionados que estarían todos, sobre todo Helmut, si él no llegaba a un compromiso. «Lo sé. Lo siento mucho», dijo con una enorme sonrisa. «¿Puedes transmitirles un mensaje de mi parte?

Diles que ya manifesté en qué términos este tratado era aceptable para España, y lo dije al principio. Y hasta ahora, nunca me lo han vuelto a preguntar. Pero si lo hubieran hecho, les habría dicho que esos eran los términos aceptables para España. Y mira», dijo, sacando algo de su bolsillo, «tengo muchos más puros para fumar». Consiguió sus términos.
Habíamos quedado en que mi familia y yo íbamos a pasar unos días con él antes de Semana Santa. Tenía tanta confianza en las negociaciones de Irlanda del Norte –absurdo, lo sé– que decidí enviar por delante a Cherie, a los niños y a mi suegra, diciéndoles que me reuniría con ellos poco después.

Pues fue un verdadero detalle por parte de Aznar. Mi familia llegó el miércoles, cuarenta y ocho horas antes que yo, y durante ese tiempo Aznar los recibió a todos con gran amabilidad y con efusiva buena voluntad. Creo que yo y la mayoría de los líderes se habrían mostrado un tanto desconcertados al tener que recibir a la familia de otro líder, y por añadidura una familia que no conocían de antes, y además con niños; pero él se lo tomó con una perfecta ecuanimidad y eso supuso la base de una duradera amistad personal que más adelante tendría importantes consecuencias.

En Aldergrove, la base de la Fuerza Aérea de Belfast, de alguna forma subí al avión, y recibí una llamada de la Reina para felicitarme. Creo que hasta ese momento yo no había entendido del todo la enormidad de lo que habíamos conseguido. Pensé: «Apuesto a que la Reina no hace eso a menudo», y de hecho no lo hace. A continuación me quedé dormido durante todo el viaje.

Era de madrugada cuando por fin me metí en la cama junto a Cherie, que se despertó y también me felicitó. Volví a dormirme hasta media mañana. Cuando me desperté fui a buscar a mi anfitrión, y le encontré, para mi estupor, encerrado con mi suegra. «Oh, no tenías que molestarte en aparecer», dijo ella, «ya lo hemos solucionado todo». «¿Qué habéis solucionado?», dije yo. «Lo de Gibraltar, por supuesto», dijo ella. Bueno, mi suegra habría podido hacer el trabajo tan bien como cualquiera.

«Dos bandos en Buckingham»
La negativa a poner las banderas a media asta en el castillo de Windsor y en la Torre de Londres se debía a que Diana ya no era técnicamente un miembro de la familia real, tras ser despojada de su título de Alteza Real. La bandera del palacio de Buckingham no ondeaba en absoluto porque, por tradición, sólo se iza el estandarte personal de la Reina, y además sólo cuando ella está presente.

La Reina seguía en Balmoral, porque no iba a Londres en septiembre. Una vez más, de acuerdo con la tradición. Todo era muy de acuerdo con las normas, pero no se tenía en cuenta el hecho de que al pueblo le importaban un comino «las normas»; de hecho, detestaba «las normas», y de hecho pensaba que «las normas» en parte habían dado lugar a la cadena de acontecimientos que condujeron a la muerte de Diana. En la extraña simbiosis entre gobernante y gobernados, la gente insistía en que la Reina reconociera que gobernaba con consentimiento del pueblo, y que se plegara a su insistencia.

El enfado del público estaba volviéndose contra la familia real. Al mismo tiempo, tampoco había disminuido el enfado hacia la prensa, que, al darse cuenta de ello, comprendió que necesitaba dirigirlo contra otro blanco. Y a decir verdad, los medios estaban expresando un sentimiento público genuino y, como todo el mundo, se esforzaban por adivinar hacia dónde iba todo aquello.

Además, había dos bandos dentro del palacio de Buckingham. Uno era absolutamente tradicional, y no había considerado a Diana un activo, sino un peligro. Sentían que ceder ante la presión de la prensa y del público era como emprender el resbaladizo camino hacia una monarquía de inspiración populista, que a su vez conduciría a que la monarquía dejara de ser fiel a su puesto, y que por consiguiente perdiera su razón de ser esencial. Por muy admirablemente inflexible e íntegro que fuera ese enfoque, parecía estar irremediablemente alejado del contacto con la realidad.

El segundo bando en palacio lo representaban en cierta medida personas como Robert Fellowes, secretario particular de la Reina y cuñado de Diana, que era un hombre enormemente sensato. No sé lo que pensaba realmente de Diana —creo que veía sus dos lados, le encantaba el lado que le gustaba y se encogía de hombros ante el otro—, pero era un profesional y, como a veces se ve en los tipos bien educados de la clase alta, mucho más astuto y perspicaz de lo que daba a entender.

Su vicesecretario, Robin Janvrin, quien más tarde le sucedería, era un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, también brillante y completamente al tanto de hacia dónde se encaminaba todo aquello. Por sugerencia de Palacio, yo tenía que recibir el cuerpo cuando llegara de París. Mientras esperaba junto a distintos miembros del establishment sobre el asfalto de la base de la Fuerza Aérea de Northolt, era perfectamente consciente de los distintos bandos.