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El lío de Afganistán

La Razón
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Antes de que pudiéramos poner un solo pie en el entonces Mercado Común Europeo, cuando los ibéricos quisimos –saliendo de penosas dictaduras– ser europeos de pleno derecho se nos obligó a entrar en la OTAN. Felipe González se vio obligado a dar un giro copernicano a su política y a rectificar su «De entrada, no». Pero los españoles de entonces queríamos ser europeos a toda costa. Y no nos ha ido tan mal. Nuestro Ejército redujo sus fuerzas, las tropas se convirtieron en voluntarias y se internacionalizaron. Ahora estamos en escenarios diversos y también en un conflictivo Afganistán, a las órdenes del general estadounidense David Petraeus, que sustituyó a Stanley McChristal. Creen los talibanes que están ganando esta guerra, porque crecen los soldados caídos en los combates, especialmente en los últimos meses y se niegan a cualquier negociación con los que entienden como ocupantes extranjeros. Obama creyó que podía alterar el curso de una guerra y dejar un territorio más o menos pacificado, como pretende hacerlo también en Irak. Pero las guerras esconden no sólo recursos materiales (parece que los mineros del país pueden ser considerables), sino que albergan poblaciones con mentalidades muy distintas. El atentado y destrucción de las Torres Gemelas, en el corazón de Manhattan, permitió advertir que el Imperio tenía rendijas. España conoce ejemplos de mentalidades terroristas, pero EE.UU. creyó en su mito de Supermán, propio y, alguna vez, útil. A los talibanes difícilmente podremos entenderlos. Su tradición guerrera les distingue de otros pueblos colindantes y su mentalidad irracional se halla en nuestras antípodas. No es factible, por ejemplo, racionalizar un conflicto que se dirime en una geografía peculiar, de climas extremos, poblada por gentes que no respetan siquiera su propia vida. Su división en tribus, la corrupción de los políticos, impuestos en su día por los EE.UU. y aún útiles, su ignorancia de lo que supone democracia, el cultivo del opio, o su concepto de la mujer impiden una labor de propaganda eficaz, imprescindible para vencer en una guerra moderna. Los bombardeos indiscriminados estadounidenses con aviones tripulados o no tripulados que causan numerosas víctimas civiles no hacen sino incrementar el odio hacia las tropas ocupantes, una fuerza de 130.000 hombres y mujeres. Ni siquiera una derrota militar (la táctica se inclina por formar un ejército afgano propio y llegar a determinados acuerdos con los talibanes más moderados o corruptos) lograría sustituir la mentalidad subyacente. Pero un cambio de mentalidades supone el devenir de muchas generaciones. Un mundo globalizado no quiere decir uniformizado. Lo que puede sugerírsele a China –convertida ya en árbitro mundial– con escaso éxito, queda todavía más lejos en este extremismo islámico, cuyo horizonte reside en una lucha sin cuartel. Conviene no olvidar que los anteriores ocupantes, los soviéticos, con un ejército organizado, tuvieron que abandonar el país con el rabo entre las piernas. Es imposible salvar a quien no desea salvarse o entiende que lo que se le propone atenta contra sus principios. Los ejércitos de la OTAN y sus aliados actúan siempre protegiendo la vida del combatiente, con los medios más adecuados, característica de los países ricos. Una parte de los explosivos de los talibanes que causan mayores bajas son poco más que artefactos caseros. No cabe duda de que Obama dispone ya de uno o varios planes que le han de permitir salir de un atolladero en el que le metió el anterior presidente. Pero la guerra contra Afganistán contó, a diferencia de la de Irak, con el paraguas de la ONU. Sin embargo, tampoco puede guerrearse sin moral de victoria. No es suficiente que Petraeus asegure que «estamos en esto para ganar», porque no tienen muy claro este objetivo los políticos que dirigen u observan el conflicto. Aseguró también, tras tomar posesión de su cargo, que no variaría las tácticas. No se ha optado por dar un cambio espectacular al conflicto (posiblemente porque no es posible) y, aunque se pretendan evitar víctimas civiles afganas, las destempladas críticas de su antecesor cobran sentido cuando se admite que existía burocratización en las actuaciones militares anteriores. Romper con ella es sólo el problema menor de los ocupantes. Afganistán no puede contemplarse como un hecho aislado de Pakistán, de las ex repúblicas soviéticas islámicas, de Irak, de Palestina y, en consecuencia del embrollo iraní, de los territorios ocupados por Israel y del sentido de humillación que sienten los islámicos, cuya influencia es creciente en África. Sortear tantos conflictos sin ensuciarse las manos y hasta los pies no es cosa fácil. No existe una solución inmediata, porque, de haberla, los EE.UU. ya habrían dado con ella. Los acontecimientos han ido empujándoles en una trampa a la que han arrastrado a sus aliados. También a España. Somos, queramos o no, cómplices de errores y hasta de cárceles secretas que los británicos desean desvelar. Pero nuestra responsabilidad, como occidentales, es ser como somos y queremos seguir siendo. Los radicales islámicos tampoco pretenden cambiar. El problema de las burkas y los velos simboliza la táctica errónea. Creen en lo de «venceréis, pero no convenceréis», que a muchos les sonará conocido.