Europa

Ginebra

En torno a la leyenda negra

De la Real Academia de la Historia 

La Razón
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En cierta ocasión me han hecho la pregunta de si la Leyenda Negra sigue existiendo. Esta demanda me hizo reflexionar un poco sobre este tema que tanto nos preocupa a los historiadores: constantemente nos encontramos, en ensayistas y novelistas, un reflejo de la misma. Y todavía hoy son muchos los españoles que siguen creyendo en ella. Pues, como señala con acierto Carmen Iglesias, no es necesario que una noticia sea verdadera para que sea creída. La leyenda se gestó de una manera especial en el siglo XVII como vehículo de propaganda en un momento en que Europa se debatía en medio de un conflicto cuyas raíces se hallaban en lo más hondo del pensamiento, ya que se trataba de demostrar que España, parte de la Casa de Habsburgo, no tenía razón. Y las cosas fueron tan lejos que en la Enciclopedia, en el artículo referido a España, parecía llegarse a la conclusión de que Europa hubiera sido más feliz en el caso de que España no hubiera existido. Ésta es la causa, y no otra, de que el Gobierno español tuviera que poner el veto sobre esta magna obra. Pues bien, las leyendas negras, que se repiten en muchos casos a lo largo de la Historia – piénsese en lo que se ha dicho de Alemania en el siglo XX– no son otra cosa que modos de formular una memoria histórica, capaz de desvirtuar la conciencia. Basta con ello: hacemos una selección y aislamos los males, daños o errores que nos conviene destacar fabricando de este modo un argumento que permita desvirtuar absolutamente al enemigo. Olvido que los alemanes evitaron la destrucción de París y Roma, y de este modo puedo borrar también de la memoria los terribles bombardeos de Hamburgo o de Leipzig. En el caso español se atribuyen a nuestro país tres defectos sustanciales: la recluta de mercenarios con daño para las poblaciones afectadas por la guerra, la inquisición, que ahora se falsea como si fuese una especie de Gestapo o KGB, y el sometimiento de poblaciones, ignorando que España es la creadora de casi veinte naciones que hoy forman un orgullo en el mundo. No se trata únicamente de deshacer calumnias ni de reiterar errores; la tarea de un historiador consiste en exponer las cosas exactamente como fueron. Pero uno de los defectos de las últimas generaciones consiste sobre todo en reincidir en esas tendencias suplantando la verdad por el error en la manera que a las ideologías políticas conviene. No cabe duda de que la Inquisición, que partía de un deseo correcto, impedir que los poderes políticos se valiesen de los delitos de herejía para eliminar a sus enemigos políticos, incurría en un defecto, que no sería corregido hasta mediados del siglo XVII: la Iglesia es un instrumento de perdón y reconciliación; no puede desviarse hacia la represión sin causarse daño a sí misma. Pero esto no nos autoriza a abrazar con calor las negras tintas de las que ahora pretendemos servirnos. Veamos el caso de dos grandes científicos, Miguel Server y Galileo Galilei. Server, importante descubridor de la circulación de la sangre, fue denunciado ante la Inquisición de Lyon, en Francia. Mientras esperaba que pudiera incoarse el proceso recordó que había tenido estrecha amistad con Juan Calvino, el hugonote que ahora gobernaba en Ginebra como un auténtico dictador, sometiéndolo todo a su voluntad política, y a esta ciudad se trasladó esperando para él una adecuada protección. Pero Calvino decidió declararle heresiarca enviándole a la hoguera sin que tuviera, como el obispo Carranza y tantos otros, una posibilidad de apelación. El poder político se cierra sobre sí mismo. La Iglesia ha reconocido recientemente el «error» cometido con Galileo, a quien se acusaba de pretender someter la fe a la ciencia, olvidando que ésta consigue evidencias ciertas pero debe estar humildemente preparada para que sus descubrimientos pudieran revisarse. Los jueces cometieron el error de pretender intervenir en un tema que escapaba a su grado de conocimiento científico. Pero a Galileo se exigió solamente una especie de vago arrepentimiento y pudo acabar sus días en una villa que poseía en las afueras de Florencia, rodeado de sus instrumentos y consolándose a sí mismo con la frase que conocemos: «y sin embargo se mueve». Claro es que hoy ya no aceptamos otro de los supuestos de entonces, ya que el Universo es finito y el tiempo tiene su nacimiento en ese big bang del que nos separan unos cuantos millones de años. La peor de las consecuencias, en el caso español, es que somos nosotros, los hispanos, los que parecemos mejor dispuestos a creer todas aquellas difamaciones y calumnias que en la mayor parte de los casos nada tienen que ver con la realidad. Vemos una película y estamos dispuestos a aceptar como buenos todos los tejidos que forman el claroscuro de la leyenda. No hemos pensado por ejemplo que en el siglo XVII, caracterizado en Europa por guerras terribles en las que se llegó a grados de crueldad inimaginables, en los virreinatos americanos predominaba la paz, excepto en lo que se refería a los corsarios y bucaneros venidos de lejos. No recomiendo en modo alguno que prescindamos del conocimiento de daños: pero hemos de situarlos también en paralelo con los beneficios. Y sólo Roma, con su Imperio, puede llegar a compararse con España en la labor de educación y fomento de una nueva sociedad a la que ahora aguarda un futuro importante. Corremos el riesgo de sustituir la conciencia histórica –que trata de aprender con lo bueno y lo malo– por una memoria que insiste únicamente en marcar los rasgos negros de aquellos que considera contrarios a la meta que a sí misma se ha propuesto su ideología. Durante algunos años pareció que Europa iba a librarse de algunos de los peores daños que sufriera por causa de aquello que laudatoriamente Lenin definiera como totalitarismo, es decir, sometimiento «total» de la persona del Estado y de éste a su vez al partido dominante. La Unión Europea, que sus grandes creadores imaginaron como un modo de ser y de perdonar, buscando la reconciliación entre las naciones, sin resentimientos a causa de un pasado que debe servir de lección pero no de rencor, parece absorberse únicamente en las preocupaciones económicas. No es que éstas carezcan de importancia, pero es imprescindible invertir los términos volviendo a la doctrina moralizante del cristianismo. La célula social por excelencia es la familia, no el Estado, y los bienes materiales, sin dejar de ser bienes, son únicamente medios al servicio del hombre. Ahora presentamos como un gran logro la consolidación de una empresa que garantiza grandes ganancias pero deja sin trabajo, es decir, sin la propiedad mínima que permite sostener a una familia, a miles de personas. Y a esto lo llamamos progreso.