Catolicismo

«Mirarán al que traspasaron»

La Razón
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Estos días, la Cruz sale a la calle. ¡Cuántas miradas se dirigen atentas a la Cruz, la miran de hito en hito! Tal vez algunos la miren un tanto distraídamente, como perdidos o como meros espectadores. Pero la miran. No es una Cruz vacía; en ella está Cristo crucificado. Esa Cruz representa a todas las cruces de todos los hogares, porque no hay hogar donde no haya una cruz. Estará formada por la materialidad de la madera, del oro, de la plata, del hierro, o de la piedra; o estará formada, más bien, seguro, por las lágrimas, por el abatimiento y la tristeza, por la soledad o por la enfermedad, por el dolor o por la muerte. La Cruz está ahí, en todas partes: y siempre en ella el Crucificado. «¿Dónde está, nos preguntan ante tanta cruz en el mundo, vuestro Dios?». «Ahí, respondemos, en la Cruz, crucificado». Siempre con los crucificados, unido a los padecimientos y sufrimientos de los hombres, nunca huyendo de ellos.

Nuestra mirada se dirige, de manera especial estos días, al Crucificado: su sufrimiento moral, su desamparo, su abandono, o su sufrimiento físico no son imaginarios. Es necesario pararse un poco, leer los relatos de la Pasión en los Evangelios, o ver lo que refleja la Sábana Santa con toda verdad –comprobada por estudios rigurosos– para hacerse algo de idea de cómo tomó muy en serio el sufrimiento y pasión de los hombres, con todo su realismo y crudeza, y para tomar conciencia de lo que esa Cruz es y entraña. Por eso, para vivir con esperanza y como hombres nuevos, es necesario mirar y contemplar a Jesucristo en su pasión y en la Cruz; seguirle en aquellas horas amargas, que son las más decisivas de la historia de la humanidad. Su rostro escarnecido, su santa faz que no parecía de hombre pues tan desfigurada estaba, sus espaldas heridas por los azotes cruelísimos, sus rodillas sangrantes por las caídas, sus sienes manantes de sangre, sus manos y sus pies taladrados, su pecho traspasado, su despojo, su desnudez, ese Condenado en medio de otros dos condenados, su sed desgarradora... Ha llegado su hora, la hora de la verdad, y sus últimas palabras que Jesús dice y nos deja en la Cruz son expresión de su última y única voluntad, la que siempre tuvo y animó su existencia terrena: hacer lo que Dios quiere, hacer la voluntad del Padre, Dios, esto es, amar hasta el extremo para rescatar a los hombres de los poderes del pecado y de la muerte. Mirémoslo ahí, clavado y suspendido del leño; mirémoslo como cordero degollado; mirémoslo ensangrentado y exangüe. Y todo ello por nosotros, por todos. ¿Hay acaso un amor más grande? Ahí nos revela todo el secreto de su persona y de su vida, ahí nos desvela el secreto de Dios: el secreto de un amor infinito que se entrega todo por nosotros para que tengamos vida, vida plena y eterna.

Había ya expirado. Todo estaba cumplido. Uno de los soldados con su lanza le abrió el costado, de donde brotó sangre y agua. Desde entonces, hace ya dos mil años, todos miran y mirarán al que traspasaron. ¿Por qué? ¿Por qué recordamos esta muerte? Cierto, ninguna muerte ha influido en la historia de la humanidad como la de Jesús, crucificado como si fuera un malhechor. Él, que pasó haciendo el bien; sentenciado por rebelde y pretendiente mesiánico, a las puertas de Jerusalén, hacia el año 30 de nuestra era. Cientos de judíos fueron crucificados por los prefectos y después por los procuradores romanos. Estos centenares de judíos han sido olvidados; sólo Jesús ha superado el olvido. Y como en un larguísimo viacrucis, a lo largo de los siglos, de ajusticiados injustamente, llevando Él la Cruz de todos, unido a ellos: para redimirnos, para traer paz, perdón, reconciliación, amor infinito. La noticia de su muerte no sólo se ha extendido por todas partes; la muerte de este judío por el suplicio espantoso e infamante de la crucifixión se ha convertido, con todo su «escándalo y absurdo», en el centro del mensaje cristiano de salvación universal. Dios entregó a su propio Hijo a la muerte por nosotros. El origen de la entrega del Hijo propio y, a su vez, del anonadamiento y rebajamiento del Hijo es el amor apasionado de Dios por el hombre caído. Dios asume libremente, por amor, la enajenación, la humillación, el despojamiento y el sufrimiento de Jesús.

Murió por nuestros pecados. Esto quiere decir que nuestros pecados, la lejanía de Dios causada por nuestra culpa, fue la causa primera por la que el Mesías debió sufrir y morir. Él entró en un vacío, que nosotros somos incapaces de colmar, y lo llenó de un amor desbordante. Lo que le es imposible al hombre, por mucho que se esfuerce, lo logra la muerte del Señor, su misericordia que no tiene límite y se renueva todos los días. El Mesías murió por nuestros pecados. Pero, ¿cómo tuvo que suceder esto? A esta inquietante pregunta el mensaje cristiano ha respondido siempre que Dios entregó a su Hijo Jesús a la muerte en favor de nuestra salvación y liberación. En las Sagradas Escrituras el cristiano puede leer la voluntad de Dios de entregar a su Hijo por el esclavo. A la inquietante pregunta responde el mensaje cristiano con una respuesta todavía más inquietante: el incomprensible amor santo de Dios. ¡Qué razón tiene san Pablo al decir: «No quiero saber otra cosa que Cristo, y Éste crucificado! No podemos gloriarnos más que en la Cruz de Cristo!». ¡Salve, Cruz!, esperanza única.