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Viva el Rey por José María Marco
España es una realidad duradera y persistente, que viene de decenas de siglos atrás. Es también una construcción sofisticada y compleja. A diferencia de otras naciones europeas, incluídas algunas casi tan grandes como ella, España eligió voluntariamente su destino de nación occidental. Y también a diferencia de otras muy próximas, España ha sabido elaborar una identidad muy poderosa, inmediatamente reconocible, y al mismo tiempo conservar, sin traicionarla, una maravillosa diversidad de perspectivas sobre su propia realidad. Aquí se han hablado (y se siguen hablando) muchas lenguas, aquí se han practicado muchas religiones, como se practican muchas costumbres… Así que resulta difícil ser español a secas, sin serlo con un matiz especial y valioso de por sí, ya sea castellano, catalán, andaluz o vasco, por citar sólo unos cuantos.
La Corona ha sido y es una de las claves de este proyecto que culmina en la España democrática, plenamente integrada en la Unión Europea. En cuanto a esto último, la Corona nos recuerda que nuestro papel en el mundo pasa por Europa y por volver al protagonismo que nos corresponde en la Unión. El Rey no es sólo, como tantas veces se dice, el mejor embajador de España en el mundo: también es el símbolo de una identidad política y cultural voluntariamente asumida, fecunda como pocas. La Corona es además la piedra maestra de un proyecto ajeno a cualquier querencia uniformizadora o jacobina. Nada más alejado de esa deriva siniestra que la constitución de España, perfectamente encarnada, en cambio, por una Monarquía que hace del respeto a la diversidad su razón de ser.
Siendo la Corona un símbolo político, la representación misma de la unidad y la persistencia de la nación o la patria española, la Monarquía es también algo más profundo y más amplio: más importante. En la figura del Rey y en la Familia Real cuajan toda una cultura, todo un conjunto de tradiciones que no dependen inmediatamente de la política. Por eso la Corona requiere de nosotros una lealtad personal que no se limita al orden político.
La Corona nos recuerda que nuestra nación y su permanencia no dependen únicamente de virtudes ciudadanas. Dependen también de un compromiso de índole ético y personal. En estos últimos siete años se nos ha intentado inculcar un republicanismo ideológico que reduce la nacionalidad española a una cuestión política. No es así. Ser español es también ser activo y autónomo en muchos otros campos de la vida, sin que eso signifique la anulación de la política como actividad específica e imprescindible. Respeto a la política y límites a su acción: ese es uno de los significados primeros de nuestra Monarquía. Por eso la Corona fue en la España del siglo XIX garantía del régimen liberal y desde 1975 es garantía de la democracia. Resume la forma española, propiamente nacional, de la libertad y de la nación moderna. También es garantía de prosperidad. En nuestro país, la prosperidad ha ido siempre relacionada con la libertad, es decir con nuestra capacidad para tomar decisiones sin imposiciones, responsablemente.
Se habla mucho de la modernización de la Corona, y está bien que así sea. Con razón el Príncipe de Asturias ha proclamado su voluntad y su compromiso de cumplir ese papel. También estaría bien comprender que la esencia misma de la Monarquía española es de por sí garantía de modernidad y apertura. Por la misma razón, es un acicate para que los españoles no estemos siempre a la espera de la acción del gobierno –un gobierno cada vez más limitado a partir de ahora– y asumamos la responsabilidad que nos incumbe en nuestras propias vidas y en la ayuda a los demás, empezando por nuestros compatriotas.
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