Roma

Aquella primavera que quería Juan XXIII por Lluís Martínez Sistach

La Razón
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Se han cumplido estos días los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II por Juan XXIII. Este Papa quería que el Concilio fuese el signo anunciador de una nueva primavera de la Iglesia. Aquel sueño es todavía válido en estos tiempos difíciles en tantos aspectos de la vida.
Todos hemos de trabajar para que la Iglesia realice cada día mejor su misión en medio de nuestro mundo y dé aquellos frutos que Jesucristo le prometió: «No me habéis escogido vosotros a mí, sino que soy yo que os he escogido a vosotros y os he confiado la misión de ir por todo el mundo y dar fruto, un fruto que permanezca para siempre».

La llamada que el Señor nos hace para dar fruto culmina en su discurso sobre la vida verdadera. Hay algo que es necesario para poder dar fruto. Jesús, vid verdadera, nos dice que «así como los sarmientos, si no están unidos a la vid, no pueden dar fruto, tampoco vosotros no podéis dar fruto si no estáis en mí» (Jn 15,4).

Disponer a la Iglesia para que pueda aportar los frutos que ha de dar al mundo de hoy es también el objetivo principal del Santo Padre actual, Benedicto XVI. Por esto ha querido celebrar el Año de la Fe.

La Iglesia florece con frutos abundantes si vive intensamente la fe. Hemos de reemprender la reflexión y la acción inspirada en los textos del Concilio Vaticano II, que representan un verdadero puente entre el hoy cristiano y la gran tradición de la Iglesia.

Como cristianos, estamos llamados a amar este tiempo nuestro y a creer que es posible comunicar el Evangelio ahora, en medio de estos hombres y mujeres, en medio de estos jóvenes y niños de hoy.

Es significativo que el Santo Padre haya querido, coincidiendo con los 50 años del inicio del Concilio Vaticano II, un sínodo sobre la nueva evangelización, que estos días se está celebrando en Roma. Efectivamente, el sentido del Concilio –como decía Pablo VI- fue el de comunicar mejor el Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

El nuestro no es un tiempo de cautividad para el Evangelio. Es –eso sí– un tiempo en el que estamos llamados a vivir y a testimoniar, con alegría y humildad, nuestra fe.

Esto nos pide permanecer muy unidos a Jesucristo, como también el Papa nos invita a hacer al decirnos: «Durante este tiempo tendremos la mirada fija en Jesucristo, que inició y completó nuestra fe».

Este Año ha de ser una ocasión para que comprendamos más profundamente que el fundamento de la fe cristiana es «el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1).
Ciertamente, como decía el gran teólogo y cardenal John Henry Newman, beatificado por Benedicto XVI, «la fe no es alguna cosa. La fe es Alguien. La fe no es cualquier alguien. La fe es Jesucristo».

Toda la acción evangelizadora pide que los cristianos tengamos como centro a Jesucristo. Conocer mejor, amar más intensamente e imitar más fielmente a Jesucristo; aquí radica la esencia de la vida cristiana y de aquí ha de surgir el dinamismo que impulse a los cristianos a dar testimonio de su fe, tanto personal como comunitariamente, al servicio de la Iglesia y del mundo.