Lenguaje
Nevada en Facebook
Desde las restricciones sociales que me he impuesto como una merecida penitencia casi monacal por mis lustros de desarraigo en las calles, tengo la suerte de disfrutar de un mundo intangible e inabarcable gracias a los numerosos contactos virtuales que facilita internet. Me muevo en Facebook desde hace ocho meses y he hecho en ese ámbito amistades tan sólidas como podrían serlo las que recuerdo haber formalizado en las barras de los bares, con la particularidad de que no dispongo a mano del barman de cabecera que tan atentamente me facilitaba en «El Corzo» los posavasos en los que escribir mis notas. En mi muro de Facebook cuelgo la música que me gusta, escribo dedicatorias y he logrado reunir a un variado grupo de personas que comparten mis aficiones literarias, mis inclinaciones artísticas o que, simplemente, se sienten a gusto con alguien que ha prolongado en «La Red» su propia existencia y no tiene inconveniente en ser tan emocional, tan intenso y tan autobiográfico como si Facebook fuese el diván del psicoanalista. Hasta que hace unos días mi muro de Facebook empezó a resentirse, se paralizó y tiene problemas de actualización, de modo que mi gente y yo contactamos de manera esporádica, errática, como vagabundos que se encontrasen encaramados de manera inestable en el techo de un tren conducido a oscuras por un muerto durante la noche lluviosa, en una llanura de mazapán, sobre raíles de azúcar. En «El Corzo» le habría manifestado mi malestar al barman y el asunto estaría resuelto con una ronda de copas pagadas de buena gana por la casa, pero en Facebook es difícil saber a quién dirigirse con las quejas. ¿Hay alguien ahí, en la noche fluorescente de Facebook? ¿Alguien que entienda que mi muro se ha quedado como inmóvil, frío y cada vez más despoblado, convertido casi en la tapia de un cementerio? Es como si una nevada virtual me hubiese dejado aislado en la penumbra catastral de Facebook y no tuviese seguridad alguna de que vayan a venir las máquinas quitanieves, los servicios de socorro, el camión en el que acudan, encaramados con guantes y pasamontañas, los entumecidos muchachos que resuelvan la situación con el recurso de las viejas paladas de sal. Como no tengo otra alternativa, quedo a la espera de que alguien sobrevuele mi aislamiento virtual y tenga al menos la generosa ocurrencia, o el agradable descuido, de arrojarme un paquete con comida y una vieja linterna como la que utilizaba el acomodador del cine Capitol para guiar tus pasos hasta el retrete mientras tu chica se alisaba la falda y al otro lado del pasillo en la garganta de un tipo transeúnte croaba –cansado y culposo– el falso sueño redentor de un criminal.
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