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El tiempo para ayer

La Razón
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Llega un momento en el que hay que pensarse bien los esfuerzos que conviene hacer. Es absurdo que un octogenario se obsesione con conservarse así otros treinta años, tan absurdo por lo menos como lo era que mi amigo obeso saliese cada mañana a correr varios kilómetros pensando en adelgazar y desistiese cuando se dio cuenta de que el único que perdía peso con tanto esfuerzo era el perro que le acompañaba. A veces repaso mi vida y me hace feliz recordar cosas que me ocurrieron hace cuarenta o cincuenta años. Me ocurre a menudo que la evocación de aquellos acontecimientos me produce más placer que el que recuerdo haber sentido en el momento de ocurrirme, seguramente porque la ilusión cubre las lagunas que sin remedio va dejando la memoria. Sobre todo cuando flaquea la memoria, el de la evocación es un esfuerzo muy agradable porque nos permite reconstruir el pasado conforme a nuestros deseos, ignorando la minucia y el detalle, configurando una realidad de conveniencia que suele resultar más agradable que la otra. La vida de la mayoría de las personas no sería en absoluto apasionante si no fuese por lo bien que mienten al contarla. Un hombre puede esforzarse por vivir una vida interesante si está dispuesto a los sacrificios que supone salirse del confort de la rutina. La mayoría de los hombres se pliegan a lo cotidiano porque en el fondo saben que resulta más cómodo el esfuerzo relativo de vivir de manera ordinaria y mentir luego al contarlo. Yo no sabría muy bien como clasificarme, si entre los que llevaron una vida interesante o al lado de aquellos otros que necesitan mentir al recordarla. A veces recapacito sobre lo que hice en todos estos años y creo que he llevado una vida desordenada, a menudo caótica, porque necesitaba saber qué se siente al echar de menos la familia, el afecto y el orden. Enseguida me doy cuenta de que eso no es cierto y que en realidad me he limitado a dejarme arrastrar por las tentaciones sin oponer la menor resistencia. La verdad es que con la vida que llevaba iba derecho al pozo, hasta que de manera inesperada descubrí que los motivos por los que me estaba arruinando en todos los sentidos eran los mismos por los que, sin esperarlo, cotizaba al alza. El de mi salvación fue por lo tanto un esfuerzo pasivo, una lucha ajena a mis propias decisiones. Lo mío fue como si al final del aliento me encontrase respirando a oscuras en el interior de un buzo. Pero no he sido feliz. La verdad es que no necesito esforzarme mucho para darme cuenta de que mi vida fueron demasiadas camas para tan poco sueños. A veces me miento para recordar haber llevado una vida más corriente, como el meteorólogo que se equivoca al pronosticar el tiempo que hizo ayer.