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Ángeles Pedraza por Alfonso Ussía

La Razón
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Ayer, doña Ángeles, octavo aniversario del asesinato de su hija y de 190 inocentes más, acudió acompañada de miles de personas a rendirle el homenaje del recuerdo. La recuerda todos los días y a todas horas, pero el domingo era un día especial. Probablemente se encontró usted con otro grupo de manifestantes, menos entristecidos, menos respetuosos que usted y los suyos. Ustedes se reunieron para recordar a las víctimas de un atentado horrible cuyos culpables aún no se conocen, y por ello, no han sido detenidos. No lo podrá recordar, doña Ángeles, porque usted aquel día aciago de marzo del 2004 sólo tenía lágrimas, dolor y desesperación para su hija. Pero fue un día, además de horrible y apesadumbrado, extraño y airado. Nadie puede acusar de lo que no es notorio, pero yo recuerdo aquel día como el del odio. Un odio que se convirtió en una propaganda electoral a pocas horas de las Elecciones Generales. «España no merece un Gobierno que miente», dijo Rubalcaba, fíjese doña Ángeles, precisamente Rubalcaba. Y una ciudadanía acongojada por el miedo, manipulada por la falsedad y mansa como una interminable manada de cabestros, votó a los socialistas. El Grupo Prisa, con la SER y El País como arietes de Rubalcaba, amilanó a los débiles y atemorizó a los indecisos. En las sedes del Partido Popular se reunieron toda suerte de facisnerosos llamándolos «asesinos», como si el Gobierno hubiera puesto las terribles bombas de la muerte. Hasta Carlos Iturgáiz, un político vasco que se había jugado la vida decenas de veces en defensa de la paz y la convivencia, fue tratado como un criminal. Después, la verdad, doña Ángeles, aparte del dolor y la tragedia de los familiares de los inocentes asesinados, poco se ha sabido. Se han puesto toda suerte de trabas para que las investigaciones no fructifiquen. Unas izquierdas compactas y unidas, con el Gobierno de Zapatero a la cabeza –el gran beneficiado del horror–, dieron el caso por concluido. Usted perdió a Miriam, que ya no le puede dar nietos ni estar junto a usted en su actual batalla contra el cáncer.
Aquellos que tanto vociferaron el 11 de marzo de 2004 decidieron repetir la experiencia ayer para transtornar su silencio, su memoria, su devoción, su melancolía por la hija asesinada. No eran los mismos los de una manifestación y los de la otra. Hubo una tercera, incomprensible, separada de la suya, también de familiares destrozados por la muerte de los suyos, pero escindidos de sus tragedias desde las suyas. Motivos ideológicos que sobran en las tristezas. A usted le habría gustado que la señora Manjón no hubiera puesto tantas condiciones para recordar a su hijo al lado de ustedes, pero ya sabe que Dios escribe con los renglones torcidos, y en ocasiones la grafía se hace ilegible.

Usted, doña Ángeles, ayer, en la lejanía, tuvo que oír un griterío que nada le consolaba. Los sindicatos decidieron ensombrecer una mañana de sol fuerte con la convocatoria de una manifestación inaceptable en el aniversario del más sanguinario y tremendo atentado terrorista contra España. Unos sacaron frutos y otros, como ustedes, sólo recolectaron dolor, angustia y serenidad. Tenían que haber respetado sus sentimientos, y así lo creen muchos socialistas con sensibilidad, pero otros no quieren dejar pasar la oportunidad de incendiar la calle para quemar las papeletas soberanas que en las urnas los expulsaron del poder, de los privilegios, de las mangancias, del despilfarro del dinero público, de las subvenciones a los amigos y de su mayor culminación gestora: cinco millones de parados.

Usted, doña Ángeles, no entendió la algarabía de ayer. Ni usted ni nadie con decencia y honestidad.