Novela
Uniformes y uniformidad
Nos ha tocado vivir una época en la que el militarismo es poco apreciado, se suprimió el servicio militar obligatorio y las antiguas «chachas», ahora empleadas del hogar, no pueden chicolear con su «soldado de Nápoles», otros habrán tomado la vez.
Pero los uniformes no han perdido atractivo y a las pruebas me remito; acérquense a su parroquia cualquier domingo del mes de mayo y podrán ver a los niños de Primera Comunión embutidos en el azul oscuro de nuestra gloriosa Armada o con el caqui de la invicta Infantería y luciendo los entorchados de las más altas graduaciones; quizá por un miedo atávico de terrícolas convencidos, el arma de aviación no tiene adeptos. Las niñas, por su parte, se presentan envueltas en vaporosos tules como una premonición del vestido de novia, lo más parecido a un uniforme, pues representa disciplina, sujeción y obediencia ciega... para el esposo.
Unos años más tarde, la uniformidad se transforma en jerséis que ocultan las manos, pantalones descolgados hasta la mitad de las caderas cuyo tiro obliga a andar con pasos de gallinácea, y la cabeza cubierta con una gorrilla de visera muy curva que comunica al adolescente, no importa el sexo, una figura incongruente de maquinista del siglo XIX.
Terminada la Universidad y con la vida laboral en marcha, cada sexo reclama sus derechos, y ellos llevarán trajes de chaqueta y corbata, esta última para podérsela manchar cuando comen marisco, y ellas pantalones muy ajustados sin tener en cuenta si arrastran o desparraman la popa. Las mujeres sólo se miran al espejo de frente.
Los fines de semana se utiliza una ropa informal, «casual», según la denominación de las tiendas de modas a las que no les gusta profundizar en el diccionario de la RAE, consistente en destierro de la corbata en los varones y chaleco de punto con colores gayos tanto para el género femenino como para el masculino.
Si se hace deporte, como recomiendan las prácticas sociales, la vestimenta se especializa: pantaloncillos cortos en los comunitarios y en el caso, muy recomendado, de dedicar los últimos días de la semana a la cacería de mayor, será obligado utilizar mucho cuero, lo mismo en zajones que en cazadoras, y cubrir la cabeza con tocados variados para que el sol no descontrole los pensamientos al volver el lunes a la oficina.
Pero el uniforme por excelencia de nuestro tiempo lo constituye el pantalón vaquero, elemental calzón en dril de color azul que se usa lo mismo en los oficios más rudos que en las fiestas más empingorotadas, igualmente por hombres que por mujeres y que, antes de la perestroika, hizo soñar a la juventud de los países socialistas.
Es difícil entender los motivos de su éxito: resulta demasiado ajustado para que estén cómodos todos los vientres, y ni el color invita a combinaciones imaginativas ni su trama a exquisiteces. Nació para marinos, buscó su vida entre ganaderos y ha conquistado a medio mundo: en fin, un arcano.
Con el propósito de renovar prenda tan universal, los más jóvenes se han dedicado a horadarla por todos sitios y, una vez ventilada, ahora su elegancia compite con los harapos de los menesterosos.
En este punto decide intervenir Mireya:
–Fermín, estás volviéndote fundamentalista, ya no perdonas ni a los pobres pantalones vaqueros.
Lleva puestas una de las susodichas prendas, que adquirió en nuestro último viaje a la capital y de la que nunca se atrevió a confesar el precio: me parece que está defendiendo esa inversión.
Así que, muy zalamero, me atrevo a responder a su sentimiento mejor que a sus palabras:
–Tu caso es distinto, estás para comerte con vaqueros y sin ellos, y los que luces ahora me parecen muy elegantes.
El argumento «ad hominem» pocas veces falla y si toca al amor propio, nunca.
Mireya se gira, se contonea y me suelta:
–¡Qué bobo eres!
Que en este caso es un cumplido.
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