Miami
El nacionalismo catalán (III) por César Vidal
Ya durante los años setenta, Jordi Pujol –uno de los mayores megalómanos de una Historia de España no precisamente caracterizada por la humildad de sus políticos – concibió un proyecto escasamente democrático, pero llamado a tener éxito. Rezumante de un racismo que incluso quedaría expresado por escrito en algún texto de cabecera llamado a salir por la escotilla, se basaba en mantener el control sobre un sector de la población catalana cercano al treinta por ciento de tal manera que el poder electoral quedara indefinidamente en sus manos. Apoyado en esa minoría, el antiguo oficial del Ejército de Franco podría controlar el emergente nacionalismo catalán y el futuro de Cataluña. Tarradellas, que había vivido los dislates de la Segunda República, no se fiaba de él y con razón. Desde el principio, Pujol se valió de la manipulación más infame – «¡Quien ataca Banca catalana ataca Cataluña!»– y de la corrupción más descarada para violar la legalidad y mantenerse en el poder. El número de sus cercanos –incluido su mano derecha– que han acabado en el banquillo es muestra clara de lo que significó siempre el pujolismo. Pero una cosa es aquello a lo que se aspira y otra lo que se consigue. Pujol soñó con una Cataluña que fuera percibida en el exterior como una nación, que no vendiera al resto de España el setenta por ciento de su producción y que el día de mañana pudiera ser independiente. Gastó para conseguirlo el dinero de todos los españoles y sólo cosechó la rechifla en el exterior. Personalmente, pude escuchar en Miami los comentarios que se formulaban tras una de sus faraónicas visitas y otro que no estuviera tan poseído de sí mismo como Pujol se habría levantado la tapa de los sesos a causa del bochorno. El gran problema que planteaba el proyecto pujolista era su financiación. Durante años, Pujol fue arrancando privilegios intolerables a distintos gobiernos nacionales y con ellos estableció inmensas pesebreras con las que convencer a no pocos de que una Cataluña independiente sería como una Jauja situada entre el mar y la montaña y de que la culpa de todos los males venía de Madrit y no de incompetencia, error o corrupción de la Generalidad. Al final, los escándalos que enfangaban a Convergencia y Unión –sin excluir a la familia– eran de tal calado que llamar Honorable a Pujol constituía un sarcasmo y la derrota electoral era inevitable. A esas alturas, cualquiera que conservara la sensatez por encima de la subvención o el sentimentalismo sabía que el proyecto nacionalista estaba muerto. Por mucho que se incumplieran las resoluciones del Tribunal Supremo, en el exterior nadie estaba por la labor de impulsar el catalán y –lo que era más grave– de contemplar las importaciones catalanas separadas de España. Pero antes de su colapso, el nacionalismo catalán llevó a cabo su último intento de sobrevivir.
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