Sevilla

Dos nuevos beatos en España

La Razón
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En el espacio justo de una semana han sido proclamados beatos en España dos andaluces: Fray Leopoldo de Alpandeire, franciscano capuchino, en Granada, muerto en el año 1956; y Sor María de la Purísima de la Cruz, de las Hermanas de la Cruz, muerta hace 11 años, en 1999, en Sevilla. Los dos, en su grandísima sencillez, pequeñez y humildad, son dos grandes gigantes del espíritu, dos discípulos de Jesucristo, que se tomaron muy en serio seguirle radicalmente por la senda de las bienaventuranzas, de la negación de sí mismos, de la caridad, del servicio y de la cruz.

No es casual que en estos momentos concretos que vivimos hayan acontecido estas dos beatificaciones: ambos nos hacen mirar a Dios, descubrir la verdad y la grandeza de ser hombres, ver y palpar el verdadero arte de vivir, la gran novedad y la belleza de una vida admirable y dichosa como la suya, en medio de un mundo que, empeñado en el cambio hacia una sociedad nueva, no es capaz de ofrecer esperanza, llenar de sentido la vida, renovar el tejido social, alegrar y saciar el corazón del hombre. No es casual que en estos tiempos de crisis, la bondad de Dios salga a nuestro encuentro proponiéndonos estos dos modelos para la humanidad que nos ofrecen el testimonio alegre de la caridad, del amor total a Dios y sin reserva alguna a los demás, singularmente de los más pobres y de los que sufren. No es casual que, ahora precisamente, Dios nos proponga a unos santos y que el pueblo de la esperanza los aclame porque ve en ellos el camino y la puerta abierta al gran futuro y a una historia que tiene futuro: el de la verdad en la caridad.

Los santos son, de manera eminente testigos del Dios vivo, hombres y mujeres de Dios, «amigos fuertes» suyos, presencia testificante de Jesucristo entre los hombres y de su victoria sobre la muerte, la mentira y el desamor, manifestación de su rostro y de la vida nueva de las Bienaventuranzas, testimonio real y cercano de la novedad del Evangelio de la caridad y de la esperanza a la que estamos llamados, hechura de Dios y de su gracia, obra acabada en quienes podemos palpar y ver la humanidad nueva obra del Espíritu. La santidad, que es seguimiento fiel de Jesucristo, no merma en nada la plenitud de nuestras vidas, al contrario, la multiplica, la ensancha hasta abrazar con nuestro amor los confines del mundo. Los santos son así luz de vida y esperanza para la sociedad. ¡Qué cota tan alta y deseable de humanidad alcanzaron el Beato Fr. Leopoldo -hijo de san Francisco, el pobre de Asís- y Madre María de la Purísima de la Cruz -hija y continuadora de la gran santa de la caridad, Sor Ángela de la Cruz-!¡Qué sabiduría la suya! ¡Qué libertad tan grande! ¡No tenían nada, pero lo tenía Todo: tenían a Dios, que es Amor y hace vivir la vida con confianza y amor que comparte y cuida! ¡Cómo nos alumbran e iluminan! Y eran tan sencillos, tan sin letras, como Fr. Leopoldo, pero tan grandes en el amor, tan libres para amar, tan verdaderos en el amor, tan sabios con una sabiduría que supera a la de los sabios y entendidos de este mundo.

Los santos, por ser testigos singulares de Dios, son, por lo mismo, testigos de la caridad que no tiene límites y de la entrega servicial a los hombres recorriendo el camino que Cristo recorrió: el camino de las Bienaventuranzas, retrato que Jesús nos dejó de sí mismo, dibujo de su rostro y descripción concreta de su infinita caridad, y de su ilimitada y filial confianza en Dios, obra acabada de verdadera humanidad. La Iglesia santa hecha de santos dará a conocer a Jesucristo, origen y meta de una humanidad nueva y verdadera. Sólo la vida santa conduce a la experiencia viva del Evangelio del Reino de Dios; sólo con santos será creíble, visible y «seguible» el Evangelio. Una Iglesia de santos podrá renovar el mundo, reavivará la vitalidad de los cristianos y sus comunidades con capacidad para meter dentro de nuestra historia la semilla del Evangelio que hace surgir una humanidad nueva hecha de hombres y mujeres nuevos; una Iglesia de santos podrá dar esperanza a esta humanidad tan necesitada de ella. La floración de santos ha sido siempre la mejor respuesta de la Iglesia a los tiempos difíciles. Así también la Iglesia aparece con su rostro más atrayente, hermoso y joven, capaz de entusiasmar, porque se muestra como lo que es: vivo testimonio de Jesucristo, esperanza para los hombres, lleno de vida y de verdad.

España está siendo muy agraciada por la santidad. Reconozco que me impresiona mucho esta floración de santidad en tiempos recientes, y me provoca asombro y admiración el que en sólo un año ha sido canonizado un santo español -San Rafael Arnaiz- y beatificado seis nuevos beatos de nuestra España. Algo, mucho, nos está diciendo Dios a este gran pueblo que es España. Dios nos dice: «¡No tengáis miedo!». Dios abre y nos llama, sin duda, a una gran esperanza, en estos tiempos tan difíciles en los que nos encontramos. Dios tiene cuidado de nosotros, no nos deja; nos convoca y nos muestra el camino: el de los santos, que no es otro que el de la caridad en la verdad, y la verdad en la caridad. Ese es el gran cambio que necesitamos, no nos empeñemos en otro, no busquemos otro distinto al que se nos ofrece: el de Dios, el de la revolución de Dios, el de la humildad, la confianza y el amor suyo en nosotros. ¡España, ése es tu camino!