Barcelona
La costumbre
El presidente del «Barça», señor Rosell, haciendo uso de su elegancia innata, adelantó que el resultado de la final de la Copa del Rey –de España o de Espanya según el gusto de cada cual–, sería un 5-0 a favor del Barcelona «para no perder la costumbre». A su lado se hallaba el muy Honorable Presidente de la Generalidad de Cataluña –o Catalunya, según el gusto de cada cual–, algo más modesto. Su pronóstico se inspiró en la grímpola cuatribarrada del Reino de Aragón. «Será un 4-0 en homenaje a las cuatro barras de nuestra bandera». Es decir, un vaticinio bastante paleto y ajustado a la aldea. Ni costumbre ni bandera. Creo recordar que al final ganó la Copa de Su Majestad el Rey el Real Madrid por un gol a cero. No puedo asegurarlo, pero mis informadores futbolísticos así me lo dicen, no tengo motivos para sospechar de sus buenas fuentes.
Una buena parte de la masa futbolera proveniente de Barcelona abucheó a los Reyes. Está en el guión. Y una buena parte de la masa madridista ovacionó a los Reyes, que también se contempla en el argumento. Para mí, que es más lógico el aplauso que el berrido, por respeto a las personas y a la Institución que encarnan, además de la razón de sus presencias. Se disputaba al final de su Copa, de la Copa del Rey que ha impulsado la descentralización del Reino y el establecimiento de las autonomías, y ese detalle, por lo menos, merecía la venia de la cortesía. Sucede que la aldea anda últimamente un celemín airada. Todavía se recuerda la pregunta que le formuló el preanterior Presidente de la Generalidad, Pascual Maragall, a uno de los arquitectos de la bellísima Torre Agbar el día de su inauguración. «¿Se trabajaba en catalán o en español?». El arquitecto le respondió que en catalán y Maragall se puso muy contento, aunque era mentira. En esas minucias pierden el tiempo, como les dijo Esperanza Aguirre a los empresarios catalanes en Barcelona cuando uno de ellos le preguntó por las causas del gran desarrollo industrial en la provincia de Madrid. «Sinceramente, porque allí nos dedicamos sólo a trabajar y a no perder el tiempo discutiendo por cosas secundarias».
Asumo que este artículo va a sentar con un zumo de naranja de los que ofrece «Iberia» en el desayuno a muchos de mis lectores. No lo pretendo. Cataluña en general y Barcelona en particular están en mi corazón y mi alma profundamente arraigadas. Siempre han sido un modelo de buena educación y cortesía. Pero el nacionalismo –mejor escrito, el independentismo– ha quebrado su antigua armonía. Los mesetarios acudíamos a Barcelona con la admiración clavada en la mirada. Y en Cataluña, donde siempre se habló su cultísima lengua, se practicaba el bilingüismo con absoluta naturalidad. De joven, y para no perder matices del original, leí a Salvador Espriú en catalán ayudado de un diccionario. No me resultó fácil, pero me compensó el esfuerzo, aunque sólo fuera para corresponder a la amabilidad y el cariño que siempre había recibido de Cataluña y los catalanes. En la actualidad, y es de esperar que pase la nube de la absurda singularidad, muchos catalanes han confundido el apego a su lengua y sus tradiciones con el odio a España, que es también su Patria, y al español, que es también su lengua, y a sus tradiciones, que son también sus tradiciones, porque un catalán en Canarias es tan canario como el que más, y en Madrid tan madrileño como este servidor de ustedes. Cataluña no merece destacar en la antipatía. Menos arrogancia. Lo de menos es un resultado de fútbol. Lo grave está en la trastienda anímica.
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